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Jaulas de oro y paternalismo industrial en la Asturias obrera

Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX las empresas industriales construyeron en Asturias decenas de poblados obreros con viviendas que alquilaban a un bajo precio a sus trabajadores

Bernardo Álvarez

El poblado de la mina de Arnao, encajado en un valle entre el monte y los acantilados del mar Cantábrico, fue un régimen casi cerrado, casi perfecto. Al pueblo, dotado por la empresa (la Real Compañía Asturiana de Minas, fundada en 1833) de escuela, economato y hospital, solo se podía entrar y salir de dos formas: por una estrecha carretera, rumbo a Piedras Blancas, o hacia Salinas cruzando el túnel, custodiado por un guardabarreras, que la propia empresa excavó en el peñón. Pero nunca llegó a estar del todo aislado, pese a los esfuerzos de la Real Compañía: los caminos del monte, estrechos e irregulares, nunca dejaron de ser transitados por los trabajadores que querían burlar el control de la empresa.

El de Arnao es muy ejemplo muy conseguido de una de esas utopías industriales que las patronales de toda Europa construyeron entre finales del siglo XIX y principios del XX. Un asentamiento aislado y autosuficiente, concebido para tener a la mano de obra cerca de su lugar de trabajo y rendida a la generosidad del patrón, que alquilaba las viviendas y vendía los suministros a un precio inferior al del mercado. La distribución del espacio, en este y en otros poblados de vivienda obrera como el de Bustiello en Miereso el construido junto a la Fábrica de Armas de Trubia, son un reflejo de la jerarquía social que imperaba.

En Trubia y Bustiello, también en el poblado de Solvay, las casas de los directivos se levantaban en el centro y, a su alrededor, iban las viviendas de los técnicos y empleados medios de la empresa. Los obreros quedaban relegados a la periferia, donde eran alojados en viviendas de muy distinta calidad y condición, como luego veremos. En el caso de Arnao, debido a la angostidad del valle, la jerarquía se manifiesta en vertical, y de un modo mucho más explícito.

Las residencias de los obreros se situaban en el fondo del valle, donde estaba también el economato y muy cerca del pozo de la mina. A media ladera vivían los trabajadores de mayor nivel y aquellos apreciados por la empresa. Y en la cima del valle, encaramada a un acantilado, se levantó en 1880 la casona del director desde donde pueden divisarse todas las calles del pueblo.

Mina de Arnao, Castrillón. Foto: Turismo de Asturias

A día de hoy muchas de las viviendas obreras de Arnao siguen habitadas, pese a que la mina cerró en 1915 y ahora alberga un museo. El antiguo economato funcionó hasta 2017 como un supermercado en el que los trabajadores de Asturiana de Zinc, vinculada a la RCAM, seguían disfrutando de un descuento en sus compras. Pero la casona del director, aunque vive aún la exótica palmera plantada a la puerta, está en ruinas. Es posible pasearse por su interior y ver los techos derrumbados, las pintadas en las paredes, el suelo levantado y lleno de suciedad, y escuchar a la vez al mar rompiendo contra las rocas a pocos metros de allí.

Disponer y adaptar

El poblado de Arnao es el primer ejemplo del llamado paternalismo industrial en Asturias. Y aunque en torno a la Fábrica de Armas de Trubia se construyeron viviendas de empresa con anterioridad, no se hizo desde el primer momento con una conciencia y una voluntad tan clara y definida como en el caso de Arnao. Esta política patronal, destinada a surtir a la industria de trabajadores productivos y sumisos, fue muy común en zonas industriales de toda Europa desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial.

Jorge Muñiz Sánchez, doctor en Historia por la Universidad de Oviedo y autor de varios estudios sobre la cuestión, define el paternalismo industrial como “una relación informal de subordinación que “tiende a controlar la reproducción física de la fuerza de trabajo y su correcta habituación a la vida industrial fuera de la jornada laboral; aumentar la productividad mejorando las condiciones de vida y, en una fase más avanzada, evitar la extensión de ideologías obreristas”.

Durante todo el siglo XIX, y hasta 1914, la industria asturiana tuvo un serio problema con la escasez de mano de obra. Las minas y las fábricas en las que se concentraba la actividad económica se asentaban en zonas despobladas, alejadas a varias horas a pie de las aldeas más próximas. La falta de viviendas cercanas, que además solían ser de pésima calidad, impedía  concentrar a esas poblaciones dispersas para disponer de más mano de obra. Los trabajadores eran además, en su mayoría, “obreros mixtos”, campesinos o ganaderos para quienes la minería era una actividad complementaria, y caminaban durante horas para llegar a la mina. El absentismo laboral era frecuente, sobre todo en la época de la siega.

Para remediar esta situación, que repercutía directamente en la productividad, los patronos empezaron a plantearse “proveer a los mineros de viviendas más o menos alejadas de sus explotaciones agrícolas, inmersas en una lógica socioeconómica distinta y, sobre todo, inadecuadas por sus condiciones para un trabajo a cierta escala como agricultor o ganadero, era una medida muy prudente”, como señala Muñiz en otro de sus trabajos. Los empresarios competían entre sí por una fuerza de trabajo escasa, y ofrecer una vivienda decente a un precio económico podría resultar eficaz para atraer a las familias.

Pero además de disponer de mano de obra era necesario también adaptarla al trabajo industrial. El entorno intelectual del paternalismo muestra una sincera preocupación por las nefastas condiciones higiénicas en las que vivían muchos de los trabajadores. El movimiento higienista, que tuvo un predicamento notable en ciertos sectores de la burguesía, denunció el foco de enfermedades que suponían esos barrios suburbanos de viviendas informales, mal ventiladas y en las que no entra la luz. Y eso, por supuesto, tampoco favorece a la productividad de la mina.

Esa adaptación de la mano de obra tiene todavía otra capa más. Porque esas infraviviendas, se aseguraba, no solo eran un foco de enfermedades sino también de infección moral, de vicio y perversión. Se esperaba que, instalando al obrero y a su familia en un recoleto poblado, estos puliesen sus hábitos más inconvenientes y desordenados, como la afición a la taberna, la “indolencia” y la falta de intimidad en las viviendas, algo que escandalizaba a los patronos. El establecimiento de una familia obrera, cuyos hijos creciesen en el poblado y asistiesen a su escuela para trabajar después en la mina, era el proyecto ideal para las empresas.

Dos exponentes de ese pensamiento higienista en Asturias son el ingeniero de minas Francisco Gascue y Aurelio de Llano, también ingeniero además de escritor y folklorista. El primero partía del axioma de que era “indispensable” que el obrero incrementase su tasa de trabajo, por lo cual “debemos todos los interesados en dicho progreso hacer cuanto nos sea dable para convencer al obrero”. Y ahí entraban en juego las políticas paternalistas: “La filantropía marcha de acuerdo con el interés industrial. El obrero bien alojado, bien mantenido, bien atendido en sus enfermedades, bien educado en las escuelas, nos da, con un trabajo organizado, mayor efecto útil.”

La perspectiva de Llano queda bien resumida en el elocuente título de su ensayo de 1906: “Hogar y patria: estudio de casas para obreros”. Más allá de la estrechez productivista de Gascue, Llano pensaba que “facilitar al obrero una casa donde respire aire sano, donde pueda recrearse con su familia, donde trueque la desesperación por la fe; donde disfrute de los rayos de luz que Dios nos envía gratuitamen­te para todos, ¡es una empresa tan grande y generosa!”. Una generosidad que, para qué ocultarlo, también redunda en beneficio propio: “Si se aleja al obrero del casco de la población se aleja a la humanidad de la paz social, puesto que se pone una vez más de manifiesto la división de clases. Si los obreros viven en un barrio aislado y sin roce ninguno con personas ilustradas, será aquél un barrio temible, será una forja de odio contra los de arriba”.

Porque otra de las inquietudes del paternalismo industrial, aunque se hizo presente más tarde, fue neutralizar la organización sindical y controlar la sociabilidad obrera. Generar un sentimiento de gratitud entre los trabajadores y utilizar las viviendas para premiar a los empleados más aplicados eran ventajas que no se le escapaban a la patronal.

Los programas de la vivienda obrera

José Sierra Álvarez, doctor en Geografía por la Universidad de Navarra, expone en su artículo “Política de vivienda y disciplinas industriales paternalistas en Asturias” cuáles eran los criterios atendidos para elegir la ubicación de estos poblados: “La diseminación, el alejamiento de las tramas urbanas o rurales preexistentes, en las que difícilmente se integran. Maestros en el dominio estratégico de la variable territorial, patronos e ingenieros saben bien que el aislamiento del exterior refuerza y orienta los lazos en el interior”.

Y parece que este “secuestro del obrero”, como lo llama Sierra, era eficaz. El ingeniero de minas Lucas Mallada describe en un informe oficial que, en comparación con núcleos de población como Mieres o Langreo, “en los puntos como Arnao, Quiroga, Teverga, Saus y otros que están más alejados de los grandes centros de población, la conducta de los obreros es mucho más morigerada”.

También en este punto el caso de Arnao es singular. El terreno de lo que hoy es Salinas, al otro lado del peñón del poblado obrero, era también propiedad de la Real Compañía Minera de Asturias. Aunque en un principio destinó esa zona a construir más viviendas para sus trabajadores, la empresa acabó optando por convertirlo en un lugar de veraneo para la clase media-alta. Y uno de los motivos de ello, además del evidente beneficio económico, fue la decisión estratégica de levantar un cortafuegos que mantuviese aislado a Arnao de una eventual “infección socialista” proveniente de Avilés.

El planteamiento de las viviendas estaba también cuidadosamente estudiado para conseguir los efectos deseados. Como hemos dicho la promiscuidad y desvergüenza de las poblaciones obreras eran juzgadas con severidad por los patronos e higienistas, que emprendieron una cruzada moral para suprimir esos “vicios” que tanto les perturbaban. A ello se debe, en parte, que las casas contasen con dos o tres dormitorios—uno para el matrimonio, uno para los hijos y otro para las hijas— y todos ellos con acceso individual. De ese modo queda grabado en el espacio ese apego burgués por lo privado y lo íntimo, que es uno de los rasgos definitorios de la hegemonía y la psicología de esa clase social.

Otra de las pretensiones de estos poblados obreros era separar a las familias trabajadoras del mundo campesino; proletarizarlas al fin y al cabo para que su única actividad económica fuese el trabajo asalariado en la mina o en la fábrica. Para hacer menos brusco este desarraigo, pero no por ello menos irreversible, algunos de estos poblados contaban con huertas de pequeña extensión que permitiesen a los obreros proseguir con sus actividades agrícolas sin desatender su trabajo industrial. En Arnao las casas de empresa contaban con un corral, en el que podían tenerse cerdos o gallinas, pero donde no cabían animales que exigen una mayor dedicación, como caballos o vacas. Los inquilinos, por supuesto, tenían prohibido hacer cualquier reforma en la casa sin autorización de la empresa.

La historiadora del arte Covadonga Álvarez Quintana, en un artículo sobre el poblado de Trubia, explica que “el programa característico de la vivienda obrera” reúne características como “un mínimo espacio subdividido al máximo, de forma que se cumpla el principio higiénico-moral de la separación de sexos”, el “aprovechamiento absoluto de la superficie, eliminando piezas de circulación como el vestíbulo y el pasillo”, en un “programa básico de dependencias: cocinas, excusado y tres dormitorios” y en la “eliminación de los espacios colectivos (portales y escaleras interiores) que encarecen la construcción”.

Y es que, aunque los patronos quisieran mostrar su magnanimidad para con los trabajadores, el abaratamiento de costes y la rentabilidad fue la máxima seguida en la construcción de los poblados. Aunque en un principio se pensó en fomentar las viviendas unifamiliares con jardín, este diseño acabó siendo minoritario y se impusieron otras construcciones más baratas. Ejemplos de este tipo de poblados son los de Bustiello o el de El Vaticano, en el barrio gijonés de La Camocha, destinado a los cuadros técnicos de la empresa.

Panorámica del poblado de Bustiello

Una vez cumplidos los requisitos y satisfechos los intereses de los constructores, el criterio de ahorro fue el que dio forma a estas viviendas. Esto se refleja en la, por lo general, baja calidad de los materiales, la alta densidad de viviendas, la precariedad de infraestructuras en algunos casos y la construcción rápida. Para ahorrarse la contratación de un arquitecto, la mayoría de los poblados obreros recurrieron a un modelo de catálogo de viviendas, construidas en serie y sin ningún asomo de ornamento o peculiaridad.

Aunque Aurelio de Llano, en su candidez, decía que no se debía “borrar la estética de las futuras poblaciones obreras”, la realidad transcurrió por otros derroteros. Cualquier decoración, cualquier elemento constructivo “inútil” fue suprimido en aras del utilitarismo y la eficiencia. Es muy significativo, como indica Álvarez Quintana en otro trabajo sobre los poblados mineros de la cuenca del Caudal a finales del siglo XIX, que el planteamiento de estas viviendas estuviese en manos de ingenieros y no de arquitectos, cuyas pretensiones artísticas solo podían satisfacerse diseñando casas burguesas. Las premisas que se siguieron en la construcción fueron “el no estilo, la sinceridad de materiales y la falta de ornamentación y diseño”.

Son precisamente esas últimas décadas del siglo XIX en las que vivió el diseñador, arquitecto y escritor socialista británico William Morris, fallecido en Londres en 1896. Morris, agitador y pensador heterodoxo en el movimiento obrero de la época, reivindicó el derecho a la belleza de las clases plebeya frente a la gris monotonía impersonal de la vivienda industrial: “No quiero arte para unos pocos, de la misma manera que no quiero educación para unos pocos o libertad para unos pocos”. Para Morris, la disyuntiva excluyente entre lo bello y lo útil era uno de los rasgos más odiosos del capitalismo. En lo relativo a la vivienda, lo expresaba del siguiente modo: “No tengas nada en tu casa que no sepas que es útil o no consideres bello».

Jaulas de oro en Asturias

Hemos hablado hasta ahora sobre todo de los poblados de Arnao y de Trubia pero, debido a la alta concentración industrial, es sobre todo en las cuencas mineras asturianas donde encontramos más ejemplos de poblados obreros. El más conocido es el poblado de Bustiello, bautizado como “la jaula de oro” por los sindicalistas del SOMA. El pueblo, compuesto de viviendas unifamiliares dispuestas en calles perpendiculares, se empezó a construir en 1890 por la Sociedad Hullera de España. Además de las viviendas, Bustiello contaba con una iglesia, escuelas, un sanatorio, farmacia, economato, teatro y un casino obrero del Círculo Católico. En 2017 fue declarado Bien de Interés Cultural y, aunque el poblado se conserva en perfecto estado, estando habitadas la mayoría de las viviendas, el sanatorio de Bustiello está muy deteriorado y se teme que el tejado pueda derrumbarse. En 2020 se puso en marcha la Plataforma en Defensa del Sanatorio de Bustiello, una iniciativa ciudadana para dar una nueva vida al antiguo hospitalillo, construido en 1902.

Antiguo Sanatorio de Bustiello (Mieres), hoy en ruinas. FOTO: Iván G. Fernández

El barrio obrero Marqués de Urquijo, en La Felguera, fue un conjunto impulsado por la Sociedad Metalúrgica Duro Felguera que se empezó a construir en 1916. El poblado, formado por viviendas de entre dos y cuatro alturas, es ejemplo singular por dos razones. En primer lugar porque las casas del barrio llegaban a alcanzar los 90 metros cuadrados, muy por encima de los 60 ó 70 que solían tener las viviendas obreras. A ello hay que añadirle una cierta intención estética en el planteamiento, siguiendo una arquitectura de inspiración modernista y dotando de cierta singularidad a cada una de las construcciones. Jerónimo Blanco, de la Asociación Cultural Musi-Pedro Duro, explicó en 2016 a La Voz de Asturias que esas viviendas “se destinaron fundamentalmente a los cuadros medios, pero es de justicia reconocer que supusieron una novedad muy destacadas (…) Hay que reconocer que las viviendas impulsadas por Duro en el Barrio Urquijo eran más humanitarias, por decirlo de alguna manera. El término paternalismo industrial se utiliza a veces de forma peyorativa, pero en este caso Duro llegó a sustituir la labor que debía realizar el Estado con la promoción de vivienda”.

Duro Felguera levantó también el barrio obrero del Pilar, catorce pabellones en Langreo que fueron demolidos en 2002. En el mismo concejo está el poblado de La Nueva, construido en las inmediaciones del pozo San Luis. En Turón encontramos ejemplos como el barrio de San José, La Cuadriella o los cuarteles de Tablao. Figaredo tiene las barriadas de San Francisco y el barrio de Las Vegas; en Mieres está el poblado de Rioturbio y en Laviana el de Barredos. En el concejo de Riosa se conserva el poblado de Rioseco, un pequeño asentamiento aislado destinado a la minería de montaña.

Las viviendas obreras en Gijón se levantaron sobre todo en los barrios de La Calzada, El Llano y La Arena. En la ciudad se volvieron muy típicas—llegó a haber cerca de doscientas—las llamadas ciudadelas, un modelo de vivienda muy popular en la Inglaterra industrial que consiste en un patio, al que se accede por una puerta que da a la calle, alrededor del cual se disponen hileras de casas con retrete, lavadero y pozo comunitarios. La más grande de todas ellas es la de Celestino Solar, que tenía 24 viviendas, mientras otras ciudadelas tenían solo dos.

En Oviedo se pueden citar ejemplos como los pabellones de Ventanielles, Colonia Ceano, El Rancho o Tocote. La colonia social de Guillén Lafuerza, construida por la Obra Sindical del Hogar, fue inaugurada por Carmen Polo en 1945. Dos décadas anteriores son la Colonia La Nueva, que constaba de 30 casas unifamiliares en el entorno de La Vega, donde también se ubica el grupo Brigadier Elorza, de 42 viviendas; el Santa Bárbara, con 160 y la colonia de San Feliz, donde se construyeron dieciséis viviendas.

En el concejo de Siero destaca el poblado minero de Solvay, construido en 1905 por Solvay & Cía junto al pozo Lieres. Además de estos, Aurelio Llano se refiere a unas viviendas para obreros construidas por José Tartiere en Lugones y Cayés (Llanera).

Mención aparte, tanto por su posteridad como por la naturaleza del lugar, es el poblado vacacional de Perlora. Este experimento, que empezó a construirse en 1954 siguiendo un estilo brutalista y disonante, fue una de las tres colonias vacacionales—hay una en Tarragona y otra en Marbella —que levantó el régimen franquista a través de la organización Educación y Descanso. Este pueblo funcionaba como lugar de veraneo para los trabajadores, sobre todo de la minería y la siderurgia, afiliados al sindicato vertical. La publicidad del NO-DO hablaba de “unos interiores bellamente decorados que invitan al recogimiento de la vida en familia. En el exterior, también hay rincones acogedores para la tertulia”.

Una casa en Perlora FOTO: Iván G. Fernández

La ciudad de vacaciones llegó a albergar a unos 2.000 veraneantes, por turnos de quince días, en las décadas de los 60 y 70. Las casas no eran propiedad de los obreros, sino de una serie de empresas afines al régimen que colaboraban con su mantenimiento. Aunque el recinto era un lugar para el esparcimiento, no por ello dejaba de regirse por una estricta disciplina que velase por las buenas costumbres. César Quintanilla, un antiguo trabajador de la ciudad vacacional, le contó al diario El Mundo que un verano organizaron “un combate entre los trabajadores y tuvimos la mala suerte de que le llegó al jefe de personal. Por ahí todavía hay un certificado de una multa de 25 pesetas que les pusieron a los boxeadores por no tener licencia».

Ciudad de Vacaciones de Perlora FOTO: Iván G. Fernández

Debido a su cercanía al mar y al efecto del salitre, las casas de Perlora se deterioraron pronto y en los años 90 las empresas dejaron de invertir en su mantenimiento. Desde el 2006 el recinto está abandonado, pese a un proyecto de restauración que quedó frustrado debido a la crisis de 2008.

Perlora FOTO: Iván G. Fernández

Por esas fechas, en 2009, cerraron también las piscinas de Pénjamo, en La Felguera. Las instalaciones forman parte de lo que se llamó en su día el Parque Sindical de La Felguera, construido a comienzos de los 60 por iniciática de la Obra Sindical del Hogar. En 2013 se creó la Plataforma pro-piscinas de Langreo que, junto a otras asociaciones de la zona, reclama al ayuntamiento y al Principado la reapertura de las instalaciones.

Piscinas de Pénjamo, en La Felguera FOTO: Iván G. Fernández

Este tipo de paternalismo industrial, volcado en la administración de un ocio “sano” para las clases proletarias, fue en muchas ocasiones de la mano de la construcción de viviendas. En el afán de los patronos por disponer de mano de obra y adaptarla a sus necesidades, el control y la gestión del tiempo libre era un punto crucial para pacificar los poblados y prevenir actividades subversivas o inconvenientes. En línea con las ideas higienistas, en su doble vertiente física y moral, las empresas construyeron instalaciones deportivas (como la cancha de fútbol inaugurada en Arnao en 1930), casinos obreros y círculos católicos que alejasen a los trabajadores de las malas influencias de los sindicatos de clase.

Piscinas de Pénjamo FOTO: Iván G. Fernández

El Círculo Obrero de Bustiello fue, como todo el poblado, iniciativa del muy pío Marqués de Comillas Claudio López Bru, a la sazón propietario de la Hullera Española. El marqués, influido por la lectura de la encíclica Rerum Novarum del papa León XII y por los círculos católicos creados en Francia, hizo fundar esta asociación con el objeto de centralizar las actividades de ocio de sus trabajadores. El jesuita Constantino Bayle, también hagiógrafo del marqués, escribe en la biografía de este que el sindicato “no atiende sino a la defensa de los intereses profesionales del obrero”. Pero “antes que obrero, es hombre y cristiano”, dos facetas que el Círculo facilita mediante “escuelas, conferencias morales, prácticas religiosas” que conducen a la “perfección íntegra en el orden intelectual, moral y espiritual”.

En la inauguración del Círculo Obrero Católico de Bustiello el ingeniero de minas de la empresa formuló a los asistentes una de esas preguntas que solo admiten una respuesta: “¿Dónde consagra el obrero mejor a Dios el día de Domingo? ¿En el Círculo Obrero Católico donde recibe saludables enseñanzas para su alma y cuerpo o en esas cloacas del vicio que llamamos tabernas donde aprende las ideas más abominables sobre todo lo que sea digno de respeto, donde se blasfema de Dios?”.

Casado y con hijos

Es bien conocida la frase pronunciada en 1957 por José Luis Arrese, ministro de Vivienda franquista: “Queremos un país de propietarios, no de proletarios». Esta aspiración de Arrese venía de atrás entre las élites españolas, que se planteaban el acceso a la propiedad de los obreros como una forma de desactivar su potencial subversivo. Este reformismo social y paternalista razonaba que, si se ponía al alcance del proletario la posibilidad de tener una vivienda en propiedad, este iría volviéndose más conservador y comprensivo con los intereses de la burguesía.

Pese a todo, buena parte de estos poblados optaron por un sistema de alquileres baratos, de tal modo que las empresas tuviesen un mayor control de las viviendas y los trabajadores tuviesen que esforzarse por hacerse merecedores de este favor que les hacía el patrón. Además, cundía entre las clases dirigentes un cierto escepticismo que les hacía desconfiar de la capacidad de los obreros para convertirse en propietarios, dada su tosquedad y natural indolencia. Aurelio de Llano distinguía entre dos clases de obreros, “los viciosos y los económicos”, y confiaba en que estos últimos tuviesen la iniciativa y la constancia necesaria en el ahorro y el esfuerzo como para ameritar la propiedad de una vivienda.

La adjudicación de estas se hacía atendiendo a distintos criterios, aunque cada empresa tenía un sistema particular para hacerlo. Se tenía en cuenta la antigüedad en la empresa y, por supuesto, el buen comportamiento, que era calificado con puntos por el capataz y el supervisor. Pero también, y sobre todo, se valoraba la situación familiar del obrero, privilegiando a aquellos que estuviesen casados y tuviesen hijos. El reglamento de adjudicación del poblado de Solvay establecía en su segundo punto que podían solicitar una vivienda los trabajadores “que estén casados y los solteros considerados como cabeza de familia”.

Si en la actualidad “el soltero es la unidad económica más funcional en un capitalismo financiarizado y de consumo”, como defiende Santiago Alba Rico, en su fase industrial lo eran las familias. Los solteros eran consideradores elementos disruptores, más propensos a cambiar de trabajo, a emigrar y, en definitiva, a embarcarse en aventuras políticas que revolucionasen el gallinero que con tanto esfuerzo habían dispuesto los patronos. Un obrero con familia, se pensaba, era garantía de estabilidad y prudencia; y por ello se destinaban a ellos las casas mientras que se hospedaba a los solteros en pensiones y alojamientos colectivos.

Vivienda y conflicto social

En un principio fue sobre todo iniciativa de las propias empresas la construcción de estas casas, pero pronto empezaron a implicarse otros actores. En su texto de 1906, Aurelio de Llano se quejaba de que no hubiese en España ni leyes ni inversiones públicas para la construcción de viviendas obreras. El asturiano cita otros países europeos donde, a su juicio, la iniciativa estatal en este campo había resultado ser muy beneficiosa para obreros y patrones. Cinco años más tarde se aprobó la Ley de Casas Baratas, que implicó la construcción por todo el país de cientos de viviendas destinadas a las clases medias y bajas.

Asimismo, hubo sociedades benéficas y religiosas, también filántropos a título individual, que financiaron y fomentaron estos poblados como acto de caridad. La colonia de San Feliz, en Oviedo, fue construida en los terrenos donados para ese fin por el marqués de ese mismo nombre. Más tarde, las luchas vecinales y la organización de los trabajadores obligaron a los propietarios de las viviendas a mejorar y renovar estas, así como a dotar de más y mejores infraestructuras a los poblados.

También se organizaron los trabajadores para la construcción de viviendas formando cooperativas. Hubo casos aislados desde las últimas décadas del siglo XIX, pero fue la Cooperativa de Casas Baratas Pablo Iglesias, fundada en Córdoba en 1926, la que alcanzó un éxito más notable a nivel estatal. Fue ilegalizada tras la guerra civil y sus propiedades pasaron a manos del Instituto Nacional de la Vivienda franquista.

En los años de la Transición se creó otra cooperativa de vivienda con el mismo nombre, impulsada por militantes socialistas y ugetistas, que acabó disolviéndose de malas maneras—y debiendo 230 millones de pesetas—en 1990. Comisiones Obreras, por su parte, estaba detrás de la cooperativa Vitra, aún en activo, que funcionaba de un modo mucho más descentralizado. Paco Ramos, de Ecoloxistes n’Aición, fue miembro de Vitra y, durante años, vivió en una casa en Gijón construida por la cooperativa:

“A principios de los 90 se produjo un cierto boom del cooperativismo de la construcción. Los sindicatos tenían sus cooperativas, pero también las asociaciones de vecinos de Gijón tenían. En Nuevo Roces, por ejemplo, había un montón de parcelas que se dejaron para cooperativas”, recuerda Ramos. Explica que Vitra “no funcionaba como tal cooperativa, sino que tenía órganos asesores, pero para cada promoción se creaba una cooperativa que, cuando la construcción se terminaba, se disolvía para convertirse en comunidad de propietarios”.

Ramos asegura que Vitra desarrolló tres promociones en Gijón, “dos edificios en Moreda y otro en la plaza Ciudad de la Habana”, así como otra más de 67 viviendas adosadas en La Camocha. Los socios de la cooperativa “pagaban una cuota mínima, lo cual no significaba que tuviesen casa. Después de hacer una promoción, se adjudicaban las casas por orden de ingreso en la cooperativa, y cualquiera que se apuntase podía optar”. La promoción que Ramos construyó y en la que vivió, la de las casas adosadas en La Camocha, alojó principalmente a “gente de Comisiones de clase media-obrera. Había funcionarios, profesores, policías municipales; y casi todos con niños”.

“Muchos nos hemos ido de allí”, cuenta Ramos, “ha habido un cambio generacional y, quienes están comprando ahora las casas no tienen nada que ver con el proyecto ni lo conocen”. Los tiempos cambian, pero el espíritu y la necesidad permanecen. Las cooperativas de viviendas siguen tratando de ofrecer casas a un precio asequible para todos; y los experimentos de cohousing, que consisten en una vivienda privada con espacios comunes, florecen por todo el país. La cooperativa asturiana de Cohousing Axuntase compró, el pasado mes de enero, una finca en Llanera en la que construirá el primer cohousing intergeneracional de España.

El acceso a la vivienda, sobre todo en las grandes ciudades en las que se concentra la actividad económica, sigue siendo uno de los problemas más acuciantes para las clases trabajadoras. Los desahucios, el alza disparatada de los precios del alquiler, la pobreza habitacional y la falta de luz y ventilación en muchas viviendas, algo que se reveló especialmente sangrante durante el confinamiento de 2020, son focos de conflicto social sin ningún paternalismo que los aplaque. El tan repetido lema de Juventud sin Futuro, la matriz del 15-M, lo expresaba con crudeza: “Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”. Y hace muy poco el ya exministro socialista de Transportes, José Luis Ábalos, definió muy a las claras el nudo gordiano de la cuestión: “La vivienda es un derecho, pero también es un bien de mercado”. Entre esos dos polos nos debatimos.