Pablo Batalla
Se cuenta de Guillermo Menéndez Conde, El Chinín, un deportista oriundo de El Natahoyo, boxeador, levantador de peso, pero sobre todo nadador, que en las travesías Gijón-El Musel, mientras nadaba, levantaba de tanto en tanto la vista hacia la costa y comprobaba cuál era la chimenea o grúa más cercana de las quince o dieciséis que, correspondientes a otras tantas factorías y astilleros, erizaban a mediados del siglo XX el litoral oeste de la ciudad: comprobaba de ese modo cuánto le quedaba para terminar. A falta de iglesias, aquellas chimeneas humeantes eran las espadañas de aquella ciudad que era, «sobre todas las cosas, un complejo industrial. Fabril y febril», tal como escribía José Luis Fernández-Rúa en 1958. Sesenta y tres años antes, el escritor madrileño Alfonso Pérez Nieva había escrito que «el viajero que arriba a Gijón en el tren percátase de lo que es la población en cuanto se mete en el ómnibus. A ambos lados del camino descubre varias altas chimeneas de ladrillo, que arrojan columnas de negro humo, y por donde quiera, agrupados en torno de los rojos monolitos de la industria, tinglados, naves, cercas, edificios, carros que van y vienen, un pueblo de obreros, en fin, que se entrega a sus faenas del día».

Chinín tendría que buscar hoy otros referentes espaciales: las chimeneas se desmontaron cuando aquel complejo industrial, aquel pueblo de obreros, fue dejando de serlo. Gijón se desindustrializó y lo hizo también arquitectónica, urbanísticamente, como acometida por la misma pasión con la que antes se había industrializado. Quedan pocos vestigios de aquel Gijón fabril en el Gijón actual si no consideramos como tales los rastros toponímicos; los Moreda, Laviada, Fábrica del Gas o La Algodonera que, como nombres de barrios, calles o parques, guardan un recuerdo discreto de las factorías que en sus solares se levantaron. En un momento de preocupación creciente por la puesta en valor del patrimonio industrial, un catálogo de lo que Gijón conserva del suyo en la actualidad se agota en la propia Ciudadela de Capua; la recientemente restaurada Tabacalera, en Cimavilla; la factoría de Cristasa, en El Cerilleru, convertida en un vivero de empresas; la destartalada mina de La Camocha; los antiguos diques secos de Naval Gijón —donde se celebró la Semana Negra entre 2012 y 2019— y la solitaria chimenea de ladrillo que se yergue en la playa de Poniente, residuo de la maderera Castrillón y Compañía, fundada en 1875 y que fabricara unas renombradas cajas para sidra, vinos, mantecas, sardinas y pastas. Reliquias valiosas como son, de ninguna de ellas puede decirse que sea la catedral del patrimonio industrial que podría esperarse de una ciudad como Gijón. El tamaño del edificio de la Tabacalera es desde luego catedralicio, pero le impide convertirse en esa referencia el no ser industrial su estética, sino la del convento de agustinas recoletas fundado en el siglo XVII que fue antes de la desamortización que lo transformó en fábrica de tabacos en 1843.

En algunos momentos, el afán demoledor llegó a parecerse a aquel con que las ciudades del siglo XIX derribaban las murallas medievales; o a aquel con que un ser humano en crisis existencial quema hasta la última porción de una identidad abandonada cuyas trazas lo avergüenzan. La hoy apreciadísima Ciudadela de Capua, antiguo conjunto de viviendas obreras ubicado en pleno centro de la ciudad y de la que hoy se elogia universalmente el mérito y el buen gusto de su musealización, no se convirtió en un aparcamiento, pretensión inicial del concejal socialista de Urbanismo Jesús Morales, por el convencimiento y la insistencia del grupo municipal de Izquierda Unida de que «una ciudad no puede perder su historia y Gijón [debía] conservar un vestigio de lo que fueron sus orígenes obreros y su industrialización». Las administraciones de los años noventa volcaban esfuerzos en conferirle a Gijón una identidad completamente nueva que, renegando del pasado reciente, ponía sus miras por igual en el pasado remoto y el futuro, lo que encontrará sus emblemas en las Termas Romanas y el Elogio del horizonte de Eduardo Chillida, musealizadas las primeras y construido el segundo al mismo tiempo. En ambos casos, desencadenando cierta contestación social: la generada respectivamente por la remodelación del Campo Valdés a que obligaba el abrir las termas a las visitas y la incomprensión que siempre rodea al arte contemporáneo y, como no podía ser de otro modo, motivó aquella escultura que acabaría conociéndose popularmente como Váter de King Kong. Entretanto, a María Moro Piñeiro, experta en patrimonio industrial, le tocaba asistir, como recuerda hoy con pesar, a «la ruina de la Azucarera de Gijón, y ver la máquina de vapor vandalizada acabar en la chatarra; parte de los archivos», recuerda, «pude salvarlos cuando la ruina era inminente. También presencié el derribo de la fábrica del gas de Gijón, cuya documentación gráfica terminó en la calle entre los restos del derribo y que conservo en casa».

Los últimos años no parecen haber modificado este panorama de desprecio: para la mina de La Camocha, importante santuario de la industria asturiana y de la historia del movimiento obrero español (allá nació a finales de los cincuenta una de las primeras comisiones obreras), llegó a anunciarse en 2011 una demolición y voraz achatarramiento que ni siquiera salvaba su castillete, lo que generó protestas vecinales y sindicales vertebradas por una plataforma impulsada por el historiador Rubén Vega, el Colectivo para la Defensa del Patrimonio Industrial. Estas lograron paralizar las acometidas de la piqueta y la mina sigue en pie, pero en desolador estado de abandono que evidencia la incomprensión y desidia que siguen envolviendo al patrimonio fabril. Tal vez con él acabe ocurriendo lo que con las murallas medievales, de las que la casi universal demolición entusiasta —a la que sucedió en muchos lugares la apertura de calles bautizadas La Muralla, como ocurrió, por ejemplo, en Avilés— acabó dando paso a una nueva sensibilidad horrorizada ante aquel furor destructivo, y que corrió a preservar cualquier minúscula brizna de muro que hubiera sobrevivido.
