Héctor González
Si cualquier habitante de Asturias, sobretodo de su área central, saliera a la calle un día por la mañana y se encontrara unas pocas decenas de neumáticos situados en medio de una vía pública, cosa relativamente probable por otro lado, no necesitaría ver el fuego para saber qué es lo que va a pasar a continuación. Tampoco necesitaría observar a las personas que han colocado las ruedas en la calle para saber a qué y quién responde tal iniciativa. Desde luego no precisaría de explicación para comprender el mensaje implícito en tal acción.
Cualquier asturiano, y bastantes otras personas en el resto de España, sabría que los neumáticos están cortando el tráfico rodado, que van arder en breve y que los autores de la quema probablemente sean trabajadores de alguna empresa con problemas que pretenden sacar el conflicto a la calle y enviar un mensaje de combatividad a la empresa, administraciones y ciudadanía.
Al observador podrían faltarle los detalles concretos: no conocer las causas exactas de la protesta, no estar al tanto de la problemática de la empresa o el sector, no vislumbrar el motivo por el que se escogió la ubicación y no saber contra quién se dirige específicamente la acción, si contra una empresa o una administración… ni falta que hace. Hay una barricada y lo más sensato sería alejarse prudentemente de los neumáticos, observar lo que suceda desde la distancia y si las ventanas de casa quedaron abiertas, subir a cerrarlas inmediatamente.
La fuerza de la costumbre dota al observador de todas las claves para interpretar qué es lo que sucede, pero no siempre fue así. Hubo un momento, no muy lejano en el tiempo, en que de producirse la situación antes descrita, cualquier persona en Asturias se hubiera quedado enormemente sorprendida y desubicada. Salvo que los viera, no tendría ni idea de quienes, cómo, por qué y para qué habrían colocado esos neumáticos allí. Desde luego, tampoco sabría qué iba a pasar, ni podría dotar al suceso de ningún significado.
Y es que, aunque la casi rutinaria repetición de la colocación de barricadas de neumáticos para su posterior incendio, que en algunas épocas y lugares fue rutinaria con todas las letras; nos pueda llevar a pensar que esta acción forma parte del repertorio de acción colectiva de la clase trabajadora desde tiempos indeterminados, desde siempre, la realidad es otra. Gran parte de la población actual de Asturias tuvo en su día la oportunidad de quedarse enormemente sorprendida con la quema de una barricada de neumáticos. Aunque forma parte de nuestra memoria social y visual desde siempre y aunque la tengamos plenamente integrada como repertorio natural de acción y presión en los conflictivos laborales, este recurso no es tan viejo.

Al empezar a reflexionar sobre este texto hice una pequeña (y nada rigurosa) cata en un entorno más o menos amplio. Preguntaba desde cuándo creían que se quemaban neumáticos en las movilizaciones obreras. La primera reacción a la pregunta era el desconcierto. Quemar neumáticos es una acción tan asumida en nuestro entorno que nadie se para a pensar cuándo comenzó a ser utilizada como herramienta de protesta. Salvando las distancias, vendría a ser lo mismo que preguntar por cuándo comenzaron a utilizarse los tenedores. Rara vez alguien reflexiona sobre ello, se usan desde siempre y con eso basta.
En las respuestas, aunque había de todo, primaban los últimos años de la lucha antifranquista o los 70 en general. En segundo lugar, los años 30 y los años 80 registraban un empate. En definitiva, las reflexiones no iban mal encaminadas, salvo las relativas a los años 30, pero gran parte de ellas partían de un error de base: las barricadas de neumáticos nunca formaron parte del repertorio de acción antifranquista. Al contrario, ésta es una expresión netamente democrática del conflicto obrero a la que podemos, incluso, poner día, hora y lugar de nacimiento. Un adelanto: fue en 1980. Una fecha en la que gran parte de la población asturiana no es que ya hubiese nacido, sino que tenía además uso de razón.
En el principio fueron los saltos
Durante el franquismo el repertorio de acciones de protesta fue tan variado como larga la vida del régimen y estuvo fuertemente condicionado por la naturaleza represiva del mismo. No en vano, la dictadura se sostuvo sobre tres pilares: rechazo de la lucha de clases, orden público y religión. De estos, los dos primeros están intrínsecamente relacionados con las acciones colectivas.
Durante cuarenta años se asistió a episodios de resistencia y lucha armada, primero en los años 40 y posteriormente desde finales de los años 60. Huelgas de bajo rendimiento, sabotajes, huelgas en silencio, etc. fueron una parte sustancial de la protesta obrera hasta entrados los años 60, momento en el que comenzaron a abrirse paso nuevos métodos de movilización como las asambleas, manifestaciones, encierros, etc. todos ellos declarados ilegales y combatidos por el régimen, pues venían a poner en tela de juicio el corporativismo, la inexistencia de la lucha de clases y la paz social.
Estos métodos se conjugaban con formas de lucha legales: denuncias en magistratura de trabajo y en los juzgados, participación en el sindicato vertical y en los colegios profesionales, creación de asociaciones culturales y de vecinos, etc. En fin, toda una serie de mecanismos de participación que pretendían afrontar y resolver problemas inmediatos además de servir de paraguas a las organizaciones antifranquistas.
Este somero e impreciso recorrido sobre las formas de protesta colectivas bajo el franquismo (que olvida deliberadamente algunos episodios que obligarían a hilar más fino), nos sitúa a finales de los años 60 y a principios de los 70. La tendencia general de la última década de la dictadura fue la del paulatino aumento de la acción colectiva en todas sus formas, con un importante componente de lucha de contra la dictadura.

Aunque las motivaciones generales de las reivindicaciones y protestas solían tener su anclaje en lo inmediato y en cuestiones muy concretas, en todas ellas existía un componente político antifranquista. Éste venía determinado por la esencia del propio régimen. El más nimio acto de protesta o manifestación quebrantaba el orden público, la paz social y solía responder a un antagonismo de clase, de manera que la propia dictadura politizaba cualquier reivindicación, ya fuera el asfaltado de una calle o la negociación de un convenio colectivo. La oposición por su parte, siempre presente en las movilizaciones e impulsora de muchas de ellas, se encargaba de señalar las contradicciones del régimen y su función represiva ante luchas justas.
Estas circunstancias se retroalimentaban y generaban un aumento de la politización de la protesta al que vino a sumarse otro elemento: la ampliación de las oportunidades políticas. Desde comienzos de la década de los años 70 parecía claro que el franquismo moriría con Franco y que en su ausencia se abría un amplio e incierto abanico de posibilidades de futuro para el país, que comprendía desde una continuación autoritaria y reaccionaria hasta una posible revolución social. Ante tal eventualidad, cualquier reivindicación concreta, aun la más común, y sobre todo la conjunción de muchas protestas diferentes, era interpretada por sus protagonistas como un hecho que allanaba el camino para que la lucha por las libertades desembocase en una sociedad muy diferente.
Todo lo anterior tenía, evidentemente, una influencia directa sobre los repertorios de protesta. Los conflictos obreros se desarrollaban, cada vez más, bajo formas de organización asamblearias que se oponían al sindicato vertical, hasta el punto de convertirlo en un objeto inservible. Tras la muerte de Franco las asambleas se erigirán, durante un periodo de más de dos años, como la forma de organización obrera por excelencia, por encima incluso de las incipientes centrales sindicales, que tuvieron que amoldarse a estas prácticas.
Las movilizaciones se intensificaron y se produjeron coordinaciones de los diferentes conflictos con notables éxitos. Asimismo, junto a la extensión de las asambleas se introdujeron nuevos métodos de acción y presión que permitieron forzar situaciones en las que la actitud patronal y del sindicato vertical, tanto por el fondo como por las formas de las luchas, distaba mucho de ser proactiva. Entre estos nuevos métodos de presión destacaron los saltos y subsidiariamente, los ocasionales enfrentamientos físicos con la policía.
Ambos fenómenos solían estar vinculados al ejercicio de la manifestación. Este derecho, declarado ilegal por el régimen, comenzó a extenderse desde finales de los años 60, tanto en reivindicaciones obreras como en las estudiantiles y vecinales, y se generalizó con el comienzo de la nueva década. La prohibición y persecución del derecho de reunión implicaba la disolución por la fuerza de las manifestaciones, algo en lo que la policía del régimen ponía especial esmero. En consecuencia, las cargas solían muy duras y desproporcionadas, con uso frecuente de armas de fuego, lo que provocó numerosos heridos y varios muertos en diversas movilizaciones (cuyo máximo exponente fueron los sucesos de Vitoria, el 3 de marzo de 1976, que se saldaron con cinco muertos). En esta tesitura lo normal era que los manifestantes se dispersaran a toda velocidad, pero hubo ocasiones en las que las circunstancias provocaron la respuesta, a base de pedradas. En otros ámbitos, y según fue avanzando el proceso de cambio de régimen, se dieron algunos enfrentamientos en los que estudiantes o militantes de algunas fuerzas políticas, se enfrentaban a la policía incluso con cócteles molotov.
Los riesgos de la movilización provocaban que en algunos casos se formasen piquetes defensivos, sobre todo en las manifestaciones más políticas y las estudiantiles, y también que se buscasen herramientas alternativas o complementarias para cuando la presión policial hacía imposible la acción de masas. Éstas podían ser pintadas, encierros en factorías o saltos. ¿Y qué era un salto? Una acción sustitutiva de la manifestación que tenía por objetivo la interrupción del tráfico rodado en uno o varios puntos de la ciudad. Para ello, un pequeño grupo de personas, previamente coordinadas, deambulaba por las aceras hasta que un momento dado y al albur de una señal, saltaba a la carretera para interrumpir el tráfico y corear consignas durante unos minutos, concretamente hasta la llegada de la policía, momento en que se disolvía para evitar detenciones, dirigiéndose hacia otra parte de la ciudad, en donde se volvía a proceder de igual modo. Si había capacidad suficiente esta acción era realizada por varios grupos independientes que se distribuían las zonas de actuación.
Este método, hoy prácticamente en desuso, constituyó durante el tardofranquismo y los primeros años de democracia uno de los principales recursos de movilización y protesta, especialmente indicado para aquellos momentos en los que era imposible manifestarse o se pretendía generar un problema de orden público mayor. Para los saltos no era necesaria la concurrencia de mucha gente. Apenas una docena de personas ya podía constituir un grupo que, llegado el momento, se autodisolvía con rapidez. Además, varios grupos itinerantes eran más difíciles de encontrar y controlar que una manifestación y tenían una mayor capacidad para generar trastornos importantes en la circulación y en el discurrir cotidiano.
Sin embargo, su práctica cayó en el olvido rápidamente. Las decenas de personas se convirtieron en decenas de neumáticos y los saltos se transformaron en barricadas. Los tiempos habían cambiado y en consecuencia, las formas de movilización también.
¡Arden las calles!… en un ejercicio de normalidad democrática
Viernes 22 de febrero de 1980. 18:15 de la tarde. Plaza del Carmen, Gijón. Los trabajadores del grupo Duro Felguera de las factorías de Gijón y Langreo llevan un mes de huelga en solidaridad con la empresa CENSA, perteneciente al grupo, pero ubicada en Porriño, Pontevedra. Ante lo enconado de la situación la asamblea de trabajadores decide radicalizar las acciones. Durante el transcurso de una de las asambleas, celebrada en la cercana Casa Sindical, un grupo de trabajadores se ausenta y procede a descargar un camión con cientos de neumáticos en medio de la céntrica plaza gijonesa. A escasos metros de distancia colocan una segunda barricada. Acto seguido les prenden fuego al grito de “palos, no. Trabajo, sí”, “CENSA integración” y “por la defensa del puesto de trabajo”. El tamaño de la llama de la primera, que sobrepasó los 50 metros de altura, y el volumen del humo son tan grandes que asustan a propios y extraños, hasta el punto de llegar a temer por la integridad de los coches y edificios colindantes. Al día siguiente cinco trabajadores son detenidos por este suceso, acusados de desórdenes graves. Ha nacido la barricada de neumáticos. Una barricada que desde entonces iría extendiéndose por toda España.

Cabe preguntarse cómo se llegó hasta ese punto y por qué la radicalización de la protesta desembocó en la quema de neumáticos y no en otro tipo acciones. La respuesta se enmarca dentro de lo que podemos definir como la normalización democrática del conflicto obrero. Radicalizar las acciones en el marco de un ciclo de movilizaciones puede implicar muchas cosas, desde una ocupación o asalto a las oficinas de la empresa, a la agresión o el atentado. Todas estas alternativas están implícitas en la radicalización y de hecho, a unos pocos cientos de kilómetros, en el País Vasco, esta deriva había traído consigo, desde los años 70, que en ciertas empresas se recurriera a la agresión y el atentado, no solo a manos de ETA, sino también a cargo de grupos autónomos de trabajadores.
En Asturias sin embargo, como en el resto de España y dicho sea de paso también en buena parte del País Vasco, de entre todos los recursos disponibles se escogió como referente principal el más espectacular en términos visuales, pero el más inocuo a nivel político, el que menos desestabilizaba al sistema y el que circunscribía el conflicto, aun el de solidaridad, a un desencuentro, más o menos fuerte, entre capital y trabajo. Y es que encerrarse u ocupar una empresa fue siempre una acción excepcional. No en vano, al margen de cuestiones logísticas, esta acción, sobre todo si se generaliza, tiene un evidente trasfondo político: desafiar la titularidad de la factoría, poniendo en cuestión el modelo de propiedad privada de los medios de producción.
La elección de la barricada no fue inocente y se insertaba dentro de la nueva coyuntura en la que se desenvolvía el movimiento obrero (y la sociedad española) en la joven democracia. Si en el tardofranquismo, sobre todo tras la muerte del dictador, los conflictos estaban mediatizados por una dinámica de lucha general en pos de una posible transformación social y por la conquista de las libertades políticas, apenas tres años después la situación había cambiado radicalmente y con ella el sentido e interpretación de las huelgas.
La secuencia de legalización de partidos y sindicatos, celebración de las primeras elecciones libres y aprobación de la Constitución hizo posible que en un año y medio la estructura de oportunidades políticas se estrechase ostensiblemente. Es decir, de un momento en el que se abrían fuertes expectativas de transformación social, incluso revolucionarias, se pasó, en escasos tres años, a un escenario en el que se había consolidado una alternativa reformista y se había construido con éxito una democracia parlamentaria que dificultaba enormemente cualquier tipo de alternativa político-social. Las expectativas de cambio se desvanecieron y comenzó a abrirse paso el fenómeno del desencanto.
En el movimiento obrero intervino además otro elemento fundamental: la crisis económica y la necesidad de una reconversión industrial que no había sido abordada en los años previos por cuestiones meramente políticas. Desde mediados de los años 70, España comenzó a sufrir los efectos de la crisis del petróleo, a lo que se sumó el hecho de que el sector industrial estaba sobredimensionado y tecnológicamente atrasado, por lo que resultaba poco competitivo a nivel internacional.
Los primeros efectos de la crisis coincidieron con el proceso de cambio de régimen político. Los problemas económicos se entremezclaron con la incertidumbre por la salida de la dictadura y las esperanzas de cambio político y social. La crisis espoleó, en un primer momento, las reivindicaciones obreras y se retroalimentó con cuestiones políticas. Sin embargo, a partir de 1978, cuando puede darse por asentada la democracia, se cerró la estructura de oportunidades y la crisis dejó actuar como estimulante sociopolítico para circunscribirse a términos exclusivamente económicos. En lugar de exponer reivindicaciones ofensivas las movilizaciones comenzaron a plantearse como luchas de resistencia, centradas en la defensa del empleo y sin poner en tela de juicio ni el sistema político ni el social, solo sus modelos de gestión. Quienes dentro del movimiento obrero siguieron manteniendo los posicionamientos previos se convirtieron en alternativas totalmente marginales.
Otro elemento a tener en cuenta es el diferente papel del propio movimiento obrero en los distintos escenarios y contextos políticos. Durante los últimos años de la dictadura el movimiento obrero había sido, sin lugar a dudas, el mayor y más constante elemento de desafío y desestabilización del régimen franquista, siendo sus organizaciones de tipo sindical las más dinámicas, innovadoras y las que más alternativas sociales y políticas habían ofrecido. Por este motivo, en la década de los años 70 no se produjo una más que necesaria reconversión del sector industrial. Sin embargo, en el nuevo escenario democrático los sindicatos comenzaron a jugar un papel subalterno, supeditados políticamente a sus partidos políticos de referencia y quedando relegados a cuestiones meramente laborales. Este papel fue asumido por los sindicatos, no sin tensiones, como una muestra de su compromiso democrático. Para afianzar la democracia el movimiento obrero no podía jugar el mismo papel (desestabilizador) que durante la dictadura, sino que debía asumir un rol secundario. Dicho de otra forma, en las huelgas y movilizaciones no debían introducirse cuestiones políticas que afectasen a la construcción y al desarrollo democrático o que pusieran en tela de juicio el sistema capitalista. Fue en esta coyuntura cuando, ya bajo gobierno del PSOE, se llevó a cabo la reconversión.
En esta coyuntura la radicalización de los conflictos implicaba llevar a cabo acciones duras, pero que en ningún caso pusiesen en tela de juicio el sistema democrático y las relaciones de producción. Por tanto, el recurso al atentado, que tampoco estaba presente en la tradición reciente del movimiento obrero en España (salvo la excepción vasca), quedaba descartado. Por su parte, las ocupaciones, encierros, asaltos o sabotajes, siendo acciones relativamente usuales, tuvieron un peso menor. La barricada se erigió como el instrumento de presión por excelencia en la lucha contra la crisis y la reconversión. Ofrecía facilidad de acceso y transporte de los materiales necesarios para su realización e implicaba un riesgo legal menor para los trabajadores. Asimismo, dotaba a las acciones de presión de espectacularidad y simbolismo y ponía en liza otro elemento: sacaba el conflicto de la fábrica para trasladarlo a la calle, de manera que se generase un problema de orden público para las instituciones, pero también se volvía una acción perceptible para el conjunto del barrio y la ciudad. Una buena columna de humo negro garantizaba el éxito.

Este último punto era fundamental para desarrollar redes de solidaridad en una época en la que ésta estaba cambiando de función a causa de la crisis económica y los despidos. Aunque en el imaginario colectivo los años 80 y 90 representan una época de enorme apoyo a las luchas laborales, no puede perderse vista que la dinámica la crisis económica y la reconversión generaba conflictos de interés entre diferentes grupos de trabajadores porque, al contrario que en la década de los 70, el ejercicio de la solidaridad no redundaba en un beneficio para toda la comunidad obrera, sino que en un contexto de cierres y despidos, el favor de unos grupos de trabajadores podía suponer el perjuicio para otros. De ahí que las lógicas neoliberales de gestión de la economía y de las empresas encontrasen buena acogida dentro las estructuras sindicales… y de las asambleas de fábrica, que no pocas veces aceptaron planes de reestructuración, jubilaciones anticipadas e incluso despidos.
Por otro lado, tampoco puede perderse de vista que en localidades como Gijón, con una estructura económica e industrial diversificada, los trabajadores de las empresas en conflicto tuvieron que hacer grandes esfuerzos pedagógicos para hacer entender a sus convecinos la necesidad del recurso a las barricadas y a los enfrentamientos con la policía, pues en un principio, los contratiempos y daños colaterales posicionaban en contra a buena parte de la población, que veía trastocado su día a día a causa de las movilizaciones.
La historia de la quema de la primera barricada de neumáticos presenta no obstante unas peculiaridades especiales en cuanto a que su uso se enmarca dentro de un conflicto laboral de pura y dura solidaridad. Los trabajadores asturianos de Duro Felguera convocaron una huelga indefinida de más de dos meses en apoyo con los empleados de la empresa CENSA, adquirida pocos años antes por el grupo. Lo más impactante de todo este episodio es que esta factoría se encontraba en Porriño, Pontevedra, y no había lazos previos de unión, siquiera de contacto, entre ambos grupos de trabajadores. Además, los principales protagonistas, tanto de la huelga como de la primera barricada, formaban parte de CCOO, concretamente de su corriente de izquierda (antecedente de la CSI), el sector del sindicato más beligerante con la política de pactos sociales, contrario a la exclusión de los elementos sociopolíticos del sindicalismo y de su papel subalterno en la sociedad y defensor los procesos asamblearios.
El contexto en el que surgió esta barricada refleja la evolución del proceso de conflictividad laboral. Duro Felguera se había caracterizado en la década anterior por su enorme combatividad, sobre todo en su astillero, el Dique Duro Felguera. Desde 1975 habían mantenido exitosas huelgas por la integración de las subcontratas en plantilla y habían organizado paros por motivos exclusivamente políticos, por ejemplo, contra los últimos fusilamientos del franquismo. También habían sostenido huelgas por las negociaciones del convenio de la empresa y en 1979 habían impulsado un movimiento asambleario para la negociación del convenio provincial del metal.

Las movilizaciones de 1979 y 1980 reflejan que la coyuntura del movimiento obrero había cambiado sustancialmente. Aunque en 1979 se impulsó un proceso asambleario el objetivo era solamente económico, sin trasfondo político alguno. En 1980, aunque los trabajadores mantuvieron una huelga de solidaridad, algo nada común, con una empresa con la que además no tenían lazos previos, el motivo era evitar la pérdida de puestos de trabajo y el cierre de CENSA. La huelga era puramente defensiva, al contrario que la mantenida por la integración de las subcontratas un lustro antes, y carecía también de crítica o propuestas políticas.
El conflicto se enconó, como tantos otros, fruto de la coyuntura económica y política. Los trabajadores comenzaron a manifestarse por las calles de Gijón y en una primera escalada de acciones, procedieron a ocupar oficinas de la empresa, de bancos e incluso del consulado francés. En un segundo momento estas ocupaciones se combinaron con saltos, barricadas formadas mediante el cruce de coches en la vía pública y enfrentamientos a pedradas con la policía. Para continuar las movilizaciones los trabajadores buscaron nuevas medidas de presión para desatascar la situación. Esta búsqueda de nuevos repertorios de protesta se realizó porque la gama de recursos disponibles hasta ese momento resultaba insuficiente o totalmente inadecuada. En el transcurso de una tormenta de ideas, tras el estudio de otros conflictos sociales y laborales previos, los trabajadores llegaron a la conclusión de que el recurso del neumático aunaba innovación, contundencia, espectacularidad y simbolismo. La conclusión desde luego no fue explícita, pero sí evidente. La nueva acción fue importada del extranjero, aunque es difícil establecer de dónde. Probablemente estuviera inspirada en las movilizaciones de Francia o Italia de los años previos. Lo único que parece claro es que no se habían dado casos previos en otros lugares de España.
Menos de un lustro después la acción se había extendido como una mancha de aceite, impregnando prácticamente todas las movilizaciones obreras de la época. De los astilleros de la bahía gijonesa se difundió a la cercana siderurgia y al resto del metal y de ahí, fue a abriéndose paso entre una minería en permanente estado de conflictividad. Desde Asturias rápidamente se propagó hacia el resto de España, prendiendo con especial éxito en las zonas y en los sectores especialmente afectados por la crisis, tales como Vigo, Vizcaya, Sagunto o la Bahía de Cádiz, principalmente entre la construcción naval y la siderurgia. Es decir, la barricada caló hondo en las zonas industriales afectadas por los procesos de reconversión y desindustrialización.
La crisis del petróleo de los años 70 se conjugó con problemas y déficit estructurales de la industria española, provocando una crisis industrial de más de una década. A principios de los años 80 la necesidad de una reconversión era urgente y los motivos por los que todavía no se había acometido eran exclusivamente políticos. Sobre el papel, la reconversión industrial tenía por objetivo racionalizar, modernizar y actualizar las industrias productivas del país para hacerlas competitivas en el mercado mundial. Siderurgia, construcción naval, química y textil fueron los principales sectores afectados en los años 80 y nuevamente en los 90, cuando se les uniría la minería. Pero en la práctica los efectos de la reconversión estuvieron muy lejos de los planes iniciales y se vieron acotados, en la mayoría de los casos, a la reducción de plantillas, ciertamente sobredimensionadas, y al cierre de factorías. La modernización de las industrias fue secundaria y en algunos casos, como el del textil, inexistente. Más que de reconversión, debe hablarse de desindustrialización.

El desmantelamiento industrial y la crisis económica fueron un torpedo en la línea de flotación de los usos y costumbres de la clase trabajadora. En primer lugar, disminuyó la oferta de empleo en general y la industrial en particular. En segundo lugar, se cerraron decenas de fábricas integradas desde hacía décadas en la vida de los barrios. En tercer lugar, se acentuó la estratificación entre sectores y estamentos profesionales en función del grado de afectación de la crisis. El futuro se presentaba muy incierto. Aunque los planes de reconversión y las promesas electorales prometían la creación de casi un millón de puestos de trabajo, la realidad fue que desde 1976 el desempleo no hizo más que crecer de forma exponencial. Si ese año tasa de paro había sido del 4,72%, en 1985 lo sería del 21,48%.
La disminución de los empleos industriales y el aumento del paro trajeron asociados otros problemas. El más destacado de todos ellos sería la aparición del desempleo juvenil como un problema específico del mercado laboral. Si bien éste ya había sido detectado en 1977, desde entonces no dejaría de crecer, situándose siempre notablemente por encima de la tasa de paro general. La elevada tasa de temporalidad sería la otra cara de la moneda de este proceso.
En definitiva, la base social del movimiento obrero tradicional se redujo y las nuevas generaciones se incorporaron a un mercado laboral que ofrecía peores condiciones laborales, mayor inestabilidad en el empleo, menos presencia de la clase trabajadora organizada, más dificultad para la acción colectiva y en el terreno particular, mayores dificultades para emprender proyectos vitales. Del mismo modo el trabajo como elemento cohesionador de la vida en comunidad se fue diluyendo.
La estabilización democrática, la crisis económica, la desindustrialización y la consiguiente crisis y reconversión de la propia clase trabajadora provocaron otra consecuencia: el conflicto disminuyó pero se agudizó. El número de huelgas, participantes y horas de trabajo perdidas entró en retroceso desde 1979 en adelante y tendió a concentrarse en los bastiones tradicionales del movimiento obrero afectados por las reestructuraciones. Si durante los años 70 sectores como la construcción habían estado a la vanguardia de las movilizaciones y la universidad o la sanidad habían mostrado una gran conflictividad, en los 80 las huelgas retrocedieron para volver a concentrarse en el metal, la minería y el textil.
Esta crisis económica y de clase se percibe a través de la epidemia de droga de los años 80 y 90 (que supera ampliamente los límites del texto) y de las nuevas formas de conflictividad, que se volvieron más expeditivas y espectaculares que en la década previa. Algunas de las acciones llevadas a cabo apenas habían sido vistas antes y mostraron una radicalidad y una combatividad inusitadas. Las que más han trascendido son las barricadas, los enfrentamientos con la policía (recuperados de nuevo en democracia, tras haber caído en desuso bajo el franquismo) y los incendios de coches o autobuses.
Sin embargo, el repertorio de movilizaciones que se inauguró en los años 80, y que se extendió a las décadas posteriores, es, en contra de lo que pueda parecer, bastante más amplio y complejo y combina de manera muy consciente las acciones de negociación con las de presión, las protestas pacíficas con las violentas y los disturbios pactados con los enfrentamientos a cara de perro.
La secuencia de presentación de un expediente de crisis o plan reconversión seguida por amplios movimientos de protestas fue casi universal en toda España, pero adquirió una relevancia específica en Asturias, principalmente en Gijón y en las cuencas mineras. La celebración de asambleas para encarar el conflicto se volvió una constante, a pesar de la fuerte presencia de los sindicatos y de que, sobre todo UGT, la central mayoritaria en aquellos momentos; fuera reacia a las mismas. Muchas secciones sindicales de CCOO, la recién creada CSI y en general el conjunto de trabajadores afectados entendían que ante un problema como la supervivencia de una empresa, la deliberación y el seguimiento de la situación en asamblea era un acto prescriptivo para evaluar la las circunstancias y asumir cualquier tipo decisión al respecto.
El esquema de los conflictos compaginaba la negociación con la empresa y Administración (y el recurso a la Justicia si era preciso) con la presión a nivel de calle. Los paros durante la jornada laboral y las concentraciones a las puertas de la factoría solían dejar paso a manifestaciones, autorizadas o no, por la ciudad y a concentraciones delante de las administraciones competentes. En el segundo nivel de la protesta se encontraban las huelgas, determinadas o indefinidas, y los encierros en las empresas para presionar en la negociación o evitar la salida de material y maquinaria.
En un tercer nivel, el más espectacular y llamativo, estaban las movilizaciones callejeras y los disturbios. Las barricadas de neumáticos pasaron con rapidez de ser simplemente incendiadas a defendidas mediante el lanzamiento piedras, tornillería, pirotecnia e incluso cócteles molotov y otro tipo de artefactos incendiarios, lo que dotó de mayor combatividad y espectacularidad a las movilizaciones. En algunas ocasiones, especialmente en el naval, coches abandonados, algún autobús e incluso un camión fueron utilizados como barricadas y calcinados por el fuego.
Muchos de estos enfrentamientos estaban pactados y tenían calendario y horario marcado. Por ejemplo, el naval gijonés introdujo el calendario de disturbios periódicos los martes y los jueves durante la reconversión naval tras los cuales, los trabajadores se retiraban a sus casas sin mayores complicaciones. No obstante, en otras ocasiones el conflicto sobrevino por diferentes motivos y no hubo acuerdo previo o de haberlo, se vio desbordado por los acontecimientos. Los enfrentamientos se volvían entonces más virulentos, con importantes consecuencias para policía y trabajadores.

Mención especial merecen en este sentido lo que podemos denominar como barricadas-salto. Los saltos habían caído en desuso durante los primeros años de democracia y fueron sustituidos por grupos aún más pequeños, que cabían en un coche, y que podían incendiar una barricada en cualquier punto con agilidad y sin ser identificados. A tal fin, los neumáticos eran escondidos en lugares estratégicos en fechas previas. Este recurso sería especialmente utilizado en momentos en los que resultaba más dificultoso realizar grandes movilizaciones por mor de las eventualidades del conflicto o porque la necesidad obligaba a huir de acciones más espectaculares, pero fácilmente controlables.
La barricada constituía además una especie de boletín informativo que sacaba el conflicto de la fábrica a la calle, para hacer plenamente partícipes a las instituciones, que muchas veces eran además parte actora; pero también para difundir y buscar la complicidad y el apoyo de la ciudadanía. A ésta se le informaba del problema, en primer lugar a través de la acción, y en segundo lugar, mediante interpelación directa en repartos de propaganda, reuniones y asambleas en las que se ponía de manifiesto que tras los incendios y disturbios solo había trabajadores sin otra alternativa para defender su puesto de trabajo, el pan y el futuro de sus familias y de la ciudad. El hecho de que las más de las veces los trabajadores fuesen además vecinos de las zonas en las que se sucedían los enfrentamientos ayudaba a retroalimentar el apoyo y la solidaridad. En el plano simbólico la barricada tenía una lectura fácil en el vecindario, en otros sectores en crisis y en el conjunto de la ciudadanía: solo la lucha serviría para solucionar los problemas laborales.
Y es que aunque hoy día tenemos la constancia de que la reconversión se resolvió con buenas prejubilaciones, bajas incentivadas y recolococaciones en otras empresas, en 1983-1984 no había argumentos de peso para considerar que la solución final fuera a ser esa y no la opción noeoliberal que el gobierno de Margaret Thatcher comenzaba a aplicar en la minería inglesa en esos mismos momentos. En este sentido, la presión y las formas de movilización utilizadas estuvieron justificadas, primero por la gravedad del problema y la incertidumbre y segundo porque, tras los primeros éxitos alcanzados gracias a duras movilizaciones, el recurso a la protesta radical se constituyó como una garantía de que las exigencias de los trabajadores serían escuchadas y, en cualquier caso, no se recurriría a soluciones traumáticas. La barricada cerró la calle, pero abrió el camino.
Mención especial merece el conflicto que la plantilla del taller mecánico de Barros (Langreo) de Duro Felgura mantuvo durante la década de los años 90. Desde 1989 la empresa había venido planteando sucesivos expedientes que habían traído como consecuencia la pérdida de puestos de trabajo a través de jubilaciones anticipadas. En 1992 la emblemática metalúrgica dio un paso más y planteo un expediente de extinción para el taller que, finalmente, se transformaría en 232 despidos inmediatos y el resto a posterioridad. Las federaciones de metal de CCOO y UGT (así como las administraciones autonómica y central) apoyaban esta salida a fin de lograr posteriores inversiones de Duro Felguera. Sin embargo, el comité de empresa y la asamblea de trabajadores se negaron a aceptar el acuerdo y al producirse los despidos se constituyeron en asamblea autónoma para lograr la readmisión de los compañeros afectados por la medida. Durante el conflicto, que duró más de seis años, los trabajadores lograron recabar un importante apoyo social, que se evidenció en algunas multitudinarias manifestaciones en la cuenca del Nalón, pero lo más llamativo, aparte de la duración, fueron los métodos empleados.
Al principio de la década organizaron concentraciones y manifestaciones pacíficas que se acompañaron de marchas a pie, en bicicleta o de acciones espectaculares, como colgarse de la casa sindical de La Felguera para tener acceso a documentación del conflicto o encerrarse durante una semana en la torre de la Catedral de Oviedo. Sin embargo, al no conseguir resultados comenzaron a quemar barricadas que cortaban el acceso a la cuenca y que se acompañaban de enfrentamientos con la policía. En una fase posterior, que se extendió varios años, los trabajadores quemaron sucursales bancarias, oficinas de la empresa, camiones de obras públicas, trenes y subestaciones de RENFE e incluso el puente de una vía férrea, acción para la que utilizaron explosivos. Entre medias una huelga de hambre de cincuenta y un días que se llevó a cabo en el salón de plenos del Ayuntamiento de Langreo. Con posterioridad un encierro en la torre de la Catedral de Oviedo que se extendió durante casi un año, entre 1996 y 1997.
Finalmente, tras más de seis años de conflicto permanente y gracias la enorme presión que ejercieron los trabajadores, se alcanzó una solución. Aunque los despedidos no fueron readmitidos por la Duro, fueron recolocados en otras empresas de la zona a través de intermediación del Principado.
Pero si la movilizaciones llegaron a adquirir tintes violentos y derivaron en enfrentamientos muy duros con las fuerzas de seguridad, como fueron también los casos de Reinosa, cuando en 1987 los habitantes del pueblo llegaron a desarmar a la Guardia Civil; o de Cartagena, en donde en 1992 se llegó a prender fuego a Asamblea Regional en el transcurso de unos disturbios; ninguna de las luchas ni sus actores, aun los más radicales, pusieron en cuestión los fundamentos políticos y sociales del sistema democrático en ninguno de sus aspectos. Los huelguistas nunca impugnaron la democracia ni su modelo, no plantearon un papel diferente para el sindicalismo ni se cuestionaron sus modelos de representatividad. Tampoco impugnaron el modelo productivo y la organización económica en un sentido amplio o anticapitalista, al margen de cuestiones técnicas o puntos muy concretos.
Fue, en definitiva, una lucha económica por la defensa de los puestos trabajo que ni siquiera impugnó, en términos generales, la necesidad de la reconversión, sino algunos de sus objetivos y, sobre todo, de sus métodos. De hecho, llegó a producirse la curiosa situación de que en algunas empresas los trabajadores y los sindicatos asumieron un papel pseudopatronal, ya en que muchos conflictos fueron las plantillas las únicas interesadas en mantener abiertas sus empresas, actuando en consecuencia.
El caso paradigmático lo representan los trabajadores de Naval Gijón. Este astillero nació en 1984 como fruto de la presión de las plantillas de Marítima del Musel, Dique Duro Felguera, Cantábrico y Riera, factorías navales abocadas al cierre durante la reconversión. Su propio nacimiento fue la más clara expresión de la voluntad de un colectivo de trabajadores por dotar a la bahía gijonesa de un astillero privado de tamaño medio. Nunca hubo un interés real por parte de los diferentes empresarios o administraciones públicas por mantener la empresa en funcionamiento y si la vida de Naval Gijón se extendió durante veinticinco años fue, únicamente, por el empeño de su plantilla en conseguir inversiones, carga de trabajo y modernización tecnológica. En términos generales fueron numerosas las movilizaciones de empresas en las que, más allá de pelar contra una reconversión, lo que exigían sindicatos y trabajadores era una carga de trabajo y la puesta al día en tecnología, considerando que el futuro de su factoría sería viable con inversiones razonables.
El éxito de las movilizaciones pudo medirse en dos sentidos. Las soluciones no fueron traumáticas y la reducción de plantillas se realizó a través de prejubilaciones, bajas incentivadas, recolocaciones y fondos de promoción de empleo. Por otro lado, se mantuvieron en funcionamiento empresas y centros de trabajo que de cualquier otra manera habrían sido cerrados de inmediato. El caso más claro es de la minería, cuyo cierre por falta de rentabilidad fue acordado en 1992, pero que no se produjo hasta 2018 (y aún hoy se mantiene abierto el pozo Nicolasa). Entre medias, cientos de movilizaciones de la minería pública y privada para lograr planes del carbón que asegurasen cierres escalonados, prejubilaciones, nuevas incorporaciones, modernización tecnológica, ayudas directas, prórrogas al cierre y diversificación económica e industrial que sustituyese al carbón y que garantizase un futuro para las comarcas mineras.

Aunque generalmente tiende a entenderse la barricada y el disturbio como una expresión radical no solo en las formas sino también en el fondo, la realidad es bastante distinta. En primer lugar porque, como ya he señalado, este tipo de movilizaciones forman parte de un corpus de acción colectiva bastante más amplio y complejo y porque las acciones violentas tuvieron como trasfondo la mera supervivencia del tejido industrial y los puestos de trabajo. Pero por otro lado, el recurso a este tipo de actos ha sido totalmente transversal a todos los sectores en crisis, con independencia de sus circunstancias y composición, y ha sido utilizado por todas las organizaciones sindicales, al margen de su moderación o radicalidad. De hecho, han sido los sindicatos mayoritarios los que, por mor de su tamaño, más han recurrido a estos métodos como medio para reforzar sus posturas en las mesas de negociación.
La barricada y los enfrentamientos callejeros con la policía nacieron en el naval, de mano de la sección sindical de CCOO del Dique Duro Felguera. Aunque esta sección en concreto (y el naval en general) fueron la cuna de la CSI, conocida por su combatividad y por su recurso a la barricada y al disturbio, no puede obviarse el hecho de que este sindicato fue siempre minoritario, incluso en los astilleros. La proyección obtenida a través de sus métodos expeditivos, la solidaridad que prestaron a otros sectores o empresas en conflicto y su decida participación en decenas de huelgas agónicas fue siempre muy superior a su volumen de afiliación y representatividad.
Si la CSI ha rentabilizado la barricada en el imaginario colectivo, CCOO consiguió mantener un difícil equilibrio entre negociación y movilización que, junto con la tendencia de sus bases a la realización de asambleas, le permitió ser el sindicato mayoritario en muchas empresas en crisis, a pesar de que UGT era la opción sindical mayoritaria entre la clase trabajadora española y asturiana y la organización que firmó en solitario la gran mayoría de acuerdos de reconversión
La central socialista fue siempre reacia a este tipo de movilizaciones, como también lo era respecto a la celebración de asambleas de trabajadores, y en muchas ocasiones no se sumó a las mismas. Incluso su sindicato minero, el SOMA, tardaría años en comenzar a participar de las barricadas de la minería, que hasta finales de los años 80 fueron patrimonio exclusivo de CCOO. Sin embargo, la presión ejercida por otros sindicatos o por las asambleas de trabajadores le sirvió para alcanzar acuerdos de reconversión mucho mejores de los que podría haber arrancado en ausencia de movilizaciones callejeras. UGT rentabilizó en las mesas de negociación, y través de ellas en las elecciones sindicales, unos acuerdos alcanzados gracias a la presión de grupos de trabajadores ajenos (y no pocas veces muy hostiles) a sus siglas.
La invención de la tradición
El paso de las décadas ha convertido la barricada de neumáticos en una acción que oscila entre un método de presión recurrente en los conflictos laborales y una tradición puramente simbólica, como toda tradición por otro lado. Los procesos de crisis económica y reconversión fueron especialmente perceptibles en las décadas de los 80 y los 90, pero la permanente dinámica desindustrializadora de la región, reconvertida hacia el sector servicios y el turismo, ha provocado un goteo constante de huelgas y conflictos en los que de manera usual, se sigue repitiendo el mismo esquema de movilización que en décadas previas, siendo las barricadas y los enfrentamientos con la policía sus principales sellos de identidad.
Aunque sin llegar al nivel de cotidianidad previo, conflictos como los de Naval Gijón en los años 2000, 2005 y 2009; mina La Camocha, en 2007; la última gran huelga minera, en 2012; Alcoa, desde 2019; y varias decenas de conflictos de trascendencia menor han recurrido a la quema de barricadas y/o a los enfrentamientos violentos con las fuerzas de seguridad. Dicho de otra forma, en un lapso de tiempo de menos de cuarenta años la barricada se ha institucionalizado dentro del repertorio de acciones de la conflictividad laboral y ha calado hondo en la memoria social de la región, especialmente en la obrera.

De hecho creo que, sin temor a equivocación, puede afirmase que en ningún otro lugar ha se ha asentado con tanto éxito como aquí, a pesar de que otros territorios con fuerte presencia industrial, como Vigo o la bahía de Cádiz, la tienen siempre presente en su repertorio de movilizaciones. En el imaginario colectivo español los trabajadores de astilleros y, sobre todo, los mineros asturianos están indisolublemente asociados con las barricadas y a través de ellas, con la combatividad.
A base de su uso en los conflictos y de su difusión en los medios de comunicación, la barricada, aun sin prender, solo con la presencia de los neumáticos atravesados en la vía pública, incluso estando pactada; transmite a propios y extraños un mensaje muy claro: la decisión de afrontar un problema de manera expeditiva, a través de la combatividad, dejando claro que no será fácil doblegar la voluntad de pelea, resistencia y socialización del conflicto por parte del colectivo afectado. Este mensaje actúa tanto en clave interna, retroalimentando a los propios protagonistas, como en clave externa, hacia las instituciones y el conjunto de la sociedad. Específicamente se hace partícipe a la ciudadanía, a quien en buena medida se informa y se conciencia a través del neumático ardiendo. Por otro lado, se reclama la intervención de la administración, con independencia de que tenga alguna responsabilidad directa sobre el tema a dilucidar, so pena de transformar el problema laboral en una cuestión que afecte al orden público y al normal discurrir de la vida de la zona. El lenguaje es claro y desde hace tiempo universal. La referencia simbólica también.
El significado alegórico de la barricada cobra su sentido pleno al referirnos a la CSI, sin lugar a dudas la organización que más y mejor la ha patrimonializado, no en vano fue fundada por los mismos trabajadores que introdujeron su uso. Su logo representa un mapa de Asturias con un hombre flanqueándolo a cada lado. En su parte derecha un miliciano armado con fusil y dinamita. En su parte izquierda un trabajador industrial con un tirachinas y a los pies del mapa, varios neumáticos ardiendo. Todo en él es una referencia a la combatividad. Desde el miliciano, que proporciona además un engarce con la historia revolucionaria de la región, hasta el gomero y, sobre todo, los neumáticos. Para cualquier trabajador u empresa el anagrama de la CSI transmite claramente, sin necesidad de conocimiento o contacto previo con el sindicato, la concepción del sindicalismo y del conflicto laboral que tiene la organización.
Este componente simbólico del neumático ardiendo se ha ido acentuando con el paso de los años y en algunas ocasiones, ha llegado a traspasar o desterrar sus funciones prácticas. Aunque desde luego no ha sido su uso más habitual, ni siquiera en los últimos tiempos, no puede dejar de advertirse que es un recurso ocasionalmente utilizado en movilizaciones en las que por contexto, estaría a priori totalmente fuera de lugar. Así, en determinadas manifestaciones contra la crisis económica de 2008 o en algunas celebraciones del 1º de mayo del sindicalismo minoritario del Principado, bajo la elocuente consgina ¡Asturies sálvase quemando!, se ha procedido a la quema de pequeñas barricadas como medio de diferenciación de los sindicatos mayoritarios, acusados de adoptar actitudes entreguistas, y como forma de autorreivindación.
Pero aún hay más. El 18 de enero de 2016, fallecía Victorino Gonzalo García Fernández Gonzalín, fundador de la CSI y uno de sus militantes más queridos. Al día siguiente se instalaba la capilla ardiente en la casa sindical de Gijón. Hacia las 20:00, momento en que se levantaba la capilla, sus compañeros sacaban el féretro a hombros del local e incendiaban una barricada de neumáticos frente a la sindical a modo de homenaje y último adiós a un compañero recordado por su humanidad, sencillez, solidaridad… y combatividad. Una persona que durante décadas había participado de manera altruista en todos los conflictos laborales y sociales que había podido no merecía menos que una despedida con honores obreros.

Su significado ha traspasado la propia protesta obrera para hacerse hueco en la cultura popular y en las artes pictóricas. A día de hoy pueden recopilarse un buen número de canciones que hacen referencia a las barricadas incendiadas contra la desindustrialización y los enfrentamientos con la policía. Asimismo, en reportajes y documentales de diversos ámbitos, las imágenes de neumáticos ardiendo y los disturbios constituyen un recurso gráfico insoslayable y en muchas ocasiones central. Por su parte, el artista Avelino Sala ha realizado obras con barricadas de libros para simbolizar la resistencia de la cultura. Si bien éstas podrían tener una referencia previa, por ejemplo la revolución de 1934 o la guerra civil, también ha dado cabida a barricadas de neumáticos ardiendo y a disturbios laborales en una serie de acuarelas.
En definitiva, al margen de su habitual uso, sujeto a variaciones e innovaciones en función de las necesidades de cada conflicto, la barricada de neumáticos, a fuerza de cuatro décadas de uso cotidiano, ha adquirido una función que la ha hecho traspasar la barrera de la costumbre para instituirla, en ciertos ámbitos y momentos, como una auténtica tradición, como un “grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado”. Tal y como señaló Hobsbwam en su clásico libro sobre la invención de la tradición.
Hoy día, la barricada tiene un protagonismo menor dentro del repertorio de movilizaciones de la clase trabajadora. Las transformaciones económicas y del modelo productivo han reducido a la mínima expresión el tejido industrial y urbanístico que las vio nacer y también las características culturales de la clase trabajadora que las incendió y/o empatizó con ellas.
Si bien siempre hubo quien las atacó por diferentes motivos, desde los ideológicos hasta los tácticos, las barricadas gozaron de un amplio apoyo entre la ciudadanía, sobre todo en los barrios obreros, gracias a la labor pedagógica de los trabajadores involucrados en los conflictos. Hoy día sin embargo, a pesar de que su apoyo sigue siendo importante y posiblemente mayoritario, se han abierto paso, con más éxito, discursos que inciden en las interferencias y contratiempos que ocasionan a las personas que no son partícipes del conflicto o que denuncian la agresión que supone para el medio ambiente la quema de unas decenas de ruedas.
La modificación del tejido productivo, fuertemente terciarizado y con clara tendencia a la turistificación; los cambios en las relaciones laborales, y por ende en las sindicales; y sobre todo, las transformaciones internas de la clase trabajadora y sus lazos comunitarios han convertido a la barricada en un recurso secundario y con un papel simbólico mayor que el que tenía tiempo atrás. Los repertorios de protesta y acción colectiva están sufriendo cambios acelerados en formas, contenidos y significados en los últimos años como consecuencia de las transformaciones socioeconómicas.
Sin embargo, nada parece augurar que la barricada de neumáticos vaya a desaparecer del repertorio de protesta, entre otras cosas porque las barricadas siempre han formado parte de este repertorio y los neumáticos simplemente son un añadido de corte democrático a las mismas. Añadido que no obstante está cargado de significado para una sociedad fuertemente mediatizada por el proceso de desindustrialización que la vio nacer.
Ya sea con un papel más simbólico o tradicional o como un elemento secundario o marginal, todo parece indicar que el xx de febrero de 1980, la clase trabajadora española en general y la asturiana en particular incorporó a su repertorio de movilizaciones un nuevo método presión, especialmente indicado para épocas de crisis y para llamar la atención de vecinos e instituciones. Un nuevo método de protesta que el paso de tiempo ha hecho arraigar para traspasar su función primigenia y fundirse con la propia clase a través del uso, la costumbre y la memoria. Una herramienta siempre presente, aunque pueda tender a pasar desapercibida.
Bibliografía
DOMENECH, Xavier, Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo. Lucha de clases, dictadura y democracia (1939-1977). Barcelona, Icaria 2011.
GÁLVEZ, Sergio, La gran huelga general. El sindicalismo español contra la <<modernización socialista>>. Madrid, Siglo XXI, 2017.
HOBSBWAM, Eric y RANGER, Terence, La invención de la tradición. Barcelona, Critica, 1983.
LUQUE, David, Las huelgas en España. 1905-2010. Valencia, Germania, 2013.
MARÍN, José María, Los Sindicatos y la Reconversión Industrial durante la Transición. Madrid, Consejo Económico y Social, 1997.
MERINO, Marcos, Remine: El último movimiento obrero. Freews producciones, 2014.
TÉBAR, Javier, El movimiento obrero en la gran ciudad. De la movilización sociopolítica a la crisis económica. Barcelona, El Viejo Topo, 2011.
VEGA, Rubén, La Corriente Sindical de Izquierda. Un sindicalismo de movilización. Gijón, Ediciones de la Torre, 1991.
VEGA, Rubén, Crisis industrial y conflicto social. Gijón 1975 – 1995. Gijón, Ediciones TREA, 1996.
VVAA, Navidades Negras. Bocamar producciones, 1992. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=Dk1723Qvn9o&t=55s. Fecha de consulta: 27-VII-2021.
VV.AA, El polvorín asturiano, Canal +, 1997. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=TXZe_zXW1Wo Fecha de consulta: 27-VII-2021.
ZAPICO, Alejandro, El astillero (disculpen las molestias), Piraván, El Ballenero y Señor Paraguas, 2007. disponible en https://www.youtube.com/watch?v=GtbRDvuDsZM.