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«Fiar la reconversión minera a que llegue una gran empresa es como fiarlo a que te toque la lotería»

«Hijos del carbón», de Noemí Sabugal, espléndida y premiada novelista, hija y nieta de mineros, ofrece —promete su sinopsis— «el gran relato literario que necesitaba este enorme esfuerzo de reinvención colectiva que es el fin del carbón»

Pablo Batalla

«Mi abuelo José tenía una nube oscura en el pecho». Así comienza Hijos del carbón, de Noemí Sabugal, espléndida y premiada novelista, hija y nieta de mineros, que acá ofrece —promete su sinopsis— «el gran relato literario que necesitaba este enorme esfuerzo de reinvención colectiva que es el fin del carbón». Sabugal viajó por toda España para tomar las notas de una crónica del arduo después del desmantelamiento de una forma de vida: Asturias, León, pero también Palencia, Puertollano, Teruel, el Berguedà catalán, Sevilla, Córdoba o incluso un pequeño rincón de La Coruña. Trabajadores, vecinos, historiadores, periodistas y políticos, evocan para Sabugal sus recuerdos de un tiempo en el que la turuta del pozo regulaba, como las campanas de otro tiempo y lugar, la vida de unas comarcas de escuelas llenas, bares populosos y empleo para todo el que lo quisiera. Un tiempo ya periclitado definitivamente: en octubre de 2019, Correos emitió un sello dedicado al minero dentro de una serie llamada «oficios antiguos». Pero no hay demasiada melancolía en este libro que Sabugal nos cita para comentar en el Parque del Temple de Ponferrada, no lejos del chalé de Marcelo Jorissen, el Belga. Sabugal se conduele cuando hay que condolerse, pero no racanea las sonrisas esperanzadas, ni se deja estocar por la suerte menor del miedo que Sergio del Molino dice que es la nostalgia.

¿Te parece que empiece a grabar? Me parece interesante que esto que estamos comentando salga en la entrevista. A veces hay quien dice, en Asturias, que «la Cuenca era nuestro Liverpool». Pero no es exactamente así. Asturias se industrializó muchísimo, pero no tanto como esas áreas británicas que son el paradigma de la industrialización. El hábitat minero asturiano siempre tuvo un pie en, o nunca tuvo lejos, el medio rural.

Estaba el obrero mixto, sí, que es una condición que en principio tuvieron todos los mineros. Esa coexistencia entre lo minero y lo agrario se cuenta bien en La aldea perdida, la novela de Palacio Valdés, aunque desde un concepto muy de blancos y negros, de choque: la arcadia rural que decae, con sus campesinos angelicales, y frente a ellos, los mineros, «agresivos, pendencieros, alborotadores», dice Palacio Valdés, proferían «unas blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se erizaban de terror». Hace ese contraste, pero efectivamente existía el obrero mixto, minero y campesino a la vez. Pero eso fue evolucionando: el obrero mixto existe todavía en los años veinte, treinta, incluso cuarenta, cuando había una necesidad acuciante de alimento, pero, después, esa condición se pierde incluso en las cuencas mineras asturianas, que efectivamente siguen muy en contacto con la naturaleza. No es lo mismo tener una huerta donde tú cultivas cuatro cosas, más por afición que otra cosa, que el obrero mixto propiamente dicho. Por cierto, es curioso que en algunas de las cuencas mineras —y estoy pensando, por ejemplo, en Laciana— se está recuperando algo de actividad de este tipo: hay algún proyecto de apicultura, de ganadería…

Citas La aldea perdida. Yo he pensado alguna vez que sería interesante trazar una comparación entre esa novela, la mezcla de nostalgia rural y demonización de lo industrial que Palacio Valdés hace allá, refiriéndose a la industrialización del valle de Llaviana, y cierta nostalgia industrial que prende hoy y que idealiza aquel mundo no menos de lo que Palacio idealizaba el campo.

Antes había un trabajo que ahora no hay, y es normal sentir nostalgia. Pero la minería no era un cuento Disney. Tuvo sus partes muy duras; hay un rastro de muertes y enfermedades terribles asociado a las minas. Yo, en el libro, cito unos versos de Idea Vilariño: aquello de «siempre están los muertos tironeando del corazón». Las cuencas mineras están llenas de memoriales a los que se llevan flores por el día de Santa Bárbara, y en todas las familias hay algún muerto bien por accidente, bien por silicosis u otro fallecimiento precoz por enfermedad.  Es verdad que, en los últimos tiempos, todo había cambiado mucho, y los accidentes no eran tan habituales. Pero siguieron existiendo: ahí está el accidente de la Vasco Leonesa, de mi zona, la zona de Gordón, que sigue sin juzgarse. En cualquier caso, los últimos mineros tenían menos accidentes, mejores pagas, hubo prejubilados… Pero la época anterior, la de nuestros abuelos, lo que habían eran jornadas durísimas, salarios miserables y falta de medidas de seguridad. Lo que ocurre es que en aquellas comarcas había miles de niños que ahora no hay. Y sucede también que la gente idealiza su juventud, no porque fuera buena, sino porque fue la suya. Todos lo hacemos.

La única verdadera patria es la infancia, decía Rilke.

La infancia marca mucho, desde luego. Yo digo en el libro en algún momento, como Novalis, que todo pasado es presente; que todo aquello que se vivió sigue existiendo. Las cuencas mineras tienen las características que tienen y seguirán teniéndolas dentro de diez años.

La nostalgia de La aldea perdida era la nostalgia de una sociedad orgánica, estable, con certezas, con orden, en la que todo el mundo tenía su lugar, frente al torbellino de cambios de todo tipo que traía la industria. Y los tiros de cierto arcadismo industrial y antiposmoderno de hoy van por el mismo sitio.

Y no era cierto lo que decía Palacio Valdés, porque el campesinado siempre tuvo problemas: las tierras buenas estaban en manos de unos pocos. Una de las reformas que quiso acometer la República, y de las que mayor contestación tuvo por parte de quienes tenían el poder y el dinero, fue la reforma agraria. Palacio Valdés, desde fuera, veía el mundo agrario de una forma un poco exótica; esa imagen romántica de los campesinos arando. Pero a veces los campesinos araban tierras que no eran suyas y atravesaban grandes penurias. Después, el proceso de desmantelamiento de aquel mundo, el éxodo hacia los cinturones urbanos, fue muy duro: Sergio del Molino habla del gran trauma de los años sesenta. Pero, fíjate, con las cuencas mineras sucedió al revés: eran pueblos, muchas veces bastante aislados, que crecieron. Por eso, en parte, eran lugares tan singulares.

Tú, como descendiente de familia minera, has escrito un libro cariñoso hacia aquel mundo, como no podía ser de otro modo, pero no participas de esa nostalgia, más allá de alguna pincelada de melancolía al describir algunas escenas de abandono. Escribes desapasionadamente; el libro es una crónica periodística larga. Sabes mantener la distancia analítica con un mundo que al fin y al cabo fue el tuyo.

Una de mis preocupaciones era mantener ese fuera/dentro; esa cercanía que me viene dada por historia personal pero, a la vez, la distancia justa para tomar perspectiva, y reflexionar. A veces se dice que los árboles no te dejan ver el bosque, y es verdad, y algo a evitar, pero también hay que conocer los árboles. Esa dualidad se mantiene en todo mi libro, que empecé por lo personal porque me daba cuenta de que tenía un valor que yo viniera de ahí, y si lo omitía, iba a quedar muy raro: ¿cómo voy a hablar de las cuencas mineras sin decir que yo soy de allá, como si llegara, no sé, a la Amazonía?

Aludes, por ejemplo, al machismo terrible que sufrieron las primeras mujeres que entraron a trabajar en un pozo.

Sí, y yo no echo de menos eso en absoluto. Soy muy poco mitificadora en general. Hay una parte de épica en la minería, no cabe duda. De hecho, titulo así un capítulo: «La épica minera». Hay una historia de reivindicaciones laborales muy ligadas a la de este país. A mí me ha sorprendido mucho, en entrevistas que me han hecho fuera, que no se recordara que el origen de las huelgas de los años sesenta y dos y sesenta y tres era minero, laboral. La gente recuerda la parte política, a los estudiantes corriendo ante los grises, pero el origen había sido puramente laboral. La mina, además, es un trabajo en el que te juegas la vida. Y siendo así, sería muy raro que una manifestación de mineros fuera igual que una de profesores de primaria.

Los monos, los candiles encendidos, los cantos…

Claro, hay una épica, y esa épica funciona y es verdadera. Pero también hay una realidad menos halagüeña y que hay que mirar tal y como es. Las mujeres entraron en la mina por una sentencia judicial por la que una mujer concreta, Concepción Rodríguez, de familia minera de La Felguera, estuvo litigando durante años. Hunosa había sacado, en 1986, un millar de plazas de ayudante minero, la categoría más baja, y pasaron ocho mujeres a las que se negó a admitir, aunque fueran un porcentaje ínfimo. Conchi batalló y, en 1992, lo consiguió: entraron cuatro mujeres, pero algunas acabaron dejándolo porque se les hizo la vida imposible.

«Había gente muy buena y también gente muy mala. Malos de verdad. Era peor cuando venía de la gente que menos te lo esperabas. De lo primero que me dijeron fue: cuando te metas en la jaula, ponte con los brazos cruzados y pegada a la pared. Con eso ya te lo digo todo. Pellizcos en el culo, pellizcos en las tetas. Todos los días salíamos llorando. […] Era un ambiente hostil», cuenta Tamara Espeso, una mujer asturiana, de aquellas pioneras, a la que entrevistas y citas en el libro. Bien es cierto que reconoce que después las cosas fueron mejorando.

Sí. El machismo no era exclusivo de la minería, sino propio, en general, de una sociedad que había estado muchos años educada para sus labores y esas cosas, y donde la mujer se casaba y la empresa la indemnizaba para que se fuera a su casa a criar a sus hijos. En todas las profesiones existió esto, y la minería no iba a ser menos.

Por otro lado, siempre hubo mujeres en la mina y alrededor de la mina, como tan bien cuenta, con las herramientas de la ficción, otro leonés, Abel Aparicio, en su exitoso libro de relatos ¿Dónde está nuestro pan?

La limpieza y el escogido del carbón siempre los hicieron mujeres, y en su momento, mujeres y niños, hasta que a los niños se les impidió. El tráfico de baldes aéreos, que no hubo únicamente en Asturias, sino también en Barcelona, en la comarca del Berguedà, en Córdoba, etcétera, lo llevaban ellas. También hubo épocas en las que las mujeres entraban de tapadillo. Aquí hubo unas cuantas en la zona de Fabero hacia los años treinta y siete, treinta y ocho, cuando los maridos estaban o bien detenidos, o bien muertos. Algunas entraron en el interior, y el franquismo las llamaba productoras para encubrir un poco el tema. De todas maneras, con estas excepciones, el interior siempre ha sido un espacio muy masculinizado. Pero sí tú piensas en la cuenca minera como conjunto, que era mi intención, las mujeres se ocupaban, por ejemplo, de toda la red de asistencia a mineros jóvenes que no tenían casa ni donde comer (fondas, pensiones, etcétera). Cuando se piensa en la mina, se piensa mucho más en el trabajo duro del interior, pero mina era todo.

En el libro explicas que «como casi toda la población trabaja en la misma empresa, los cargos, de forma implícita, se siguen manteniendo en la calle. Todo el mundo sabe el puesto que ocupa todo el mundo». La estratificación social de la comarca minera es una réplica a gran escala del escalafón del pozo.

Absolutamente. Tú vas a cualquier cuenca minera y distingues perfectamente la estratificación social: por un lado, las cuarteladas mineras, colominas en Asturias; por otro, los chalés de los mandos medios; por otro, el gran chalé de los ingenieros, y a lo mejor el palacete del director o el presidente de la mina. Uno formaba parte de un entramado que se mantenía en la calle, y eso lo sabe muy bien gente que ha vivido en una cuartelada o una colomina y que podía tener a su jefe arriba. Si tu jefe tenía una gotera, no era lo mismo reclamarle a un vecino, yo qué sé, barrenista, como tú, que al vigilante. Los ingenieros eran los don, y todo el mundo sabía quiénes eran, dónde vivían, quiénes eran sus mujeres…

También hablas en el libro del paternalismo industrial, del que en Asturias tenemos el gran ejemplo en el poblado de Bustiello.

Existía en muchos sectores laborales, como por ejemplo el textil: una generosidad condescendiente que no dejaba de subrayar la jerarquía, aunque, en el caso minero, el paternalismo también tenía como origen la necesidad de atraer a gente y a sus familias a trabajar a zonas que siempre eran muy aisladas y a un trabajo muy peligroso. Para que la gente estuviera dispuesta a jugarse la vida, tenías que ofrecerle algo: una escuela, un hospital, buenas viviendas… Aunque la vivienda solió ser un problema tremendo hasta los años sesenta, por lo menos. Recuerdo estar en Asturias, en La Nueva, y decirme un minero de allí: «Mira, en esa cuadra vivió gente». No se desaprovechaba ningún techo; la gente compartía casas porque no las había. Y eso llevó a las empresas a construir las cuarteladas mineras. Los pueblos mineros, por otro lado, fueron muchas veces los primeros que tuvieron cines. A muchos llegó la luz gracias a la mina, que la necesitaba, y que al final usaba también la gente.

Tú argumentas en el libro que, precisamente por tratarse de zonas aisladas, la lógica dicta que su población no sea muy grande, y que nos obsesionamos con recuperar los niveles de población que hubo cuando, en realidad, no tienen sentido en un mundo sin minas. «En la defensa del carbón abunda el discurso emocional y lo comprendo bien, pero será la cabeza y no el corazón lo que ayude a encontrar soluciones para la situación de estos municipios», escribes.

Claro, cuando echas la vista atrás, y recuerdas muchísima gente, las escuelas abiertas y muchísimo trabajo (porque no eran solo los pozos, sino toda una serie de empresas asociadas donde se hacía la madera para postear, la metalistería, transporte, comercio, etcétera), te invade la melancolía al ver que lo que hay ahora son bares, tiendas, colegios, casas, etcétera, cerrados. Y eso se agrava cuando, en estas zonas, parece siempre que estamos al borde del futuro, y se anuncian grandes proyectos que lo van a dinamizar todo, pero el futuro no llega y los proyectos fracasan. Todo eso sume en una melancolía comprensible. Yo, en el libro, intento ofrecer ejemplos de cosas que han funcionado, y los hay, pero nada de eso va a sustituir nunca una industria que involucraba a miles y miles de personas.

En Asturias está muy extendida cierta inercia mental según la cual había una fabricona que lo vertebraba todo y la crisis de la región sólo se solucionará cuando aparezca otra que llene ese hueco. Por supuesto, pensar así sólo conduce a la melancolía. Nunca va a aparecer esa fabricona nueva, y la solución, si es que la hay, consiste en una suma de pequeñas cosas.

Claro. Fiarlo todo a que llegue una gran empresa es como fiarlo a que te toque la lotería. Puede tocarte, pero es más probable que no te toque. La prueba está en que muchas de las grandes empresas llegadas al calor de los fondos MINER son las que han cerrado, y las empresas medianas y pequeñas, en cambio, han sido mucho más resistentes. Hay muchos ejemplos de grandes empresas que generaron mucha ilusión y reunieron muchos trabajadores al calor de unas subvenciones y en pocos años cerraron: Venturo XXI, Diasapharma, Alas Aluminium… Sin embargo, aquí, en Sabero, se montó una cárnica, Valles del Esla, que sigue existiendo. Permite, además, que haya un tejido de ganaderos que la surtan. El problema lo tienen aquellas cuencas mineras que están mucho más aisladas y para las que la atracción de empresas es más difícil. No es el caso de las asturianas, que están muy cerca de Gijón, Oviedo y Avilés, pero sí de las turolenses, las cordobesas… En la parte palentina, el gran núcleo de empleo ahora mismo son las dos empresas de galletas que hay en Aguilar de Campoo: Gullón y Siro. Entre las dos, tienen dos mil personas que son las que permiten que haya gente viviendo en pueblos que fueron mineros, como Barruelo. Pero esas empresas galleteras ya estaban, y se quedaron. No hay polígonos industriales nuevos desarrollados; está eso solo.

También se confió mucho en el turismo, pero el turismo no da para tanto.

Es una cosa muy estacional, y lo estamos viendo ahora con el coronavirus. España es un país escasamente industrializado y muy dependiente del turismo, y a poco que hay una fluctuación…

La pandemia contrajo el turismo y no teníamos industria para fabricar mascarillas o gel.

Claro. No tenemos un tejido industrial flexible. Tuvieron que venir aviones de China con mascarillas porque nosotros no podíamos fabricar algo tan sencillo. Sin embargo, a la poca industria que se ha mantenido le fue bien en la pandemia: en la industria galletera de Palencia a la que aludía antes tuvieron que doblar turnos, porque fue brutal la cantidad de galletas que se compró cuando nuestra vida se redujo a estar en casa y bajar al supermercado. La industria resiste ciertas cosas y, sin embargo, el turismo no. Y en las cuencas mineras puede haber turismo, porque suelen ser lugares bonitos, muchos montañosos, pero es una cosa muy puntual. No hay que despreciarla: alimenta casas rurales, restaurantes, etcétera, y eso está bien, pero es algo muy menor comparado con otras cosas. Ahora se habla de transición energética, y una de las cosas que se está viendo, y lo cuento en el libro, es que no se está aprovechando para desarrollar industria. Pongo el ejemplo de Puertollano, que es una zona minera donde, con el primer tirón de las renovables, se crearon dos fábricas de componentes de placas solares, Silicio Solar y Solaria, pero esas fábricas se cerraron, y ahora, la mayoría de esos componentes se están importando. En España sí que hay más producción de palas eólicas, pero no se habla tanto de industrializar como de ocupar territorio, y eso es problemático en zonas como Somiedo, por ejemplo, o casi toda la cordillera cantábrica, que son reservas de la biosfera. La cuestión es que, por una razón o por otra, no se está reindustrializando. Y tú has puesto el mejor ejemplo: no podemos hacer ni mascarillas, que no son alta tecnología, sino un trozo de tela con unas gomas.

¿Qué opinas de la vieja idea euroescéptica según la cual Europa exigió que desmanteláramos nuestro tejido industrial para poder entrar en la CEE? No cabe duda de que algo de eso hubo, pero ¿hasta qué punto?

Yo soy muy poco conspiranoica; casi nada. Y creo que Europa ha traído más ventajas que desventajas. Lógicamente, si hablamos de la PAC, de aquellos agricultores a los que les dijeron «reduce tu producción de leche, que yo te la pago», o «corta tus viñas, que yo te las pago», habría que ver cómo se ha hecho, y yo no soy la más indicada, porque no lo conozco en profundidad. No cabe duda de que la política europea, al organizar una cosa general pensada para varios países, ha perjudicado en aspectos concretos a alguna gente. Pero en general Europa nos ha beneficiado. Las minas se cierran en diciembre de 2018 por motivos, no solo ecológicos, sino sobre todo económicos: los fondos europeos de apoyo a la minería se acabaron y esas empresas podían haber seguido, no es que tuvieran que cerrar sí o sí, pero tenían que devolver las ayudas. Europa siempre nos ha dado más dinero que otra cosa, y nos lo sigue dando. La transición energética va a traer dinero europeo; se prevé que el Instituto para la Transición Justa traiga a España setecientos millones de euros para amortiguar la descarbonización. Otra cosa es cómo se usen o dejen de usar después esos fondos. Siempre estamos esperando dinero de Europa, y al final hay una cultura de la subvención que no es, muchas veces, la más beneficiosa.

Quería preguntarte por una historia que te impresionara, te interesara o te resultase particularmente curiosa de cada una de las zonas mineras de las que hablas en el libro, empezando por Asturias.

En Asturias me quedo con la historia de Tamara, que es una minera de Nicolasa, el único pozo que sigue abierto. Su padre murió en la mina; fue uno de los accidentados en el terrible accidente de 1995, y, cuando hablé con ella, ella trabajaba ahí. Me interesó Tamara, por un lado, por lo que comentábamos de que a las mujeres mineras siempre se las ha visto menos y también por esa cosa tan difícil de explicar a veces fuera de las cuencas mineras: la convivencia con la muerte, hasta el punto de que tenías más prioridades para entrar en la mina si eras familiar de una víctima. Es muy difícil de explicar que tu padre muriera en una empresa y se te dé facilidad para que entres en ella. Un chico de Asturias me escribió para contarme que eran siete hermanos y creo que seis entraron por prioridad tras la muerte de su padre. Mucha gente diría: «Ni de coña voy a entrar allá donde murió mi padre», pero en la mina es bastante normal. Pasa como con el mar: son trabajos que han ido mucho más allá de lo laboral; que han impregnado la identidad y se han convertido en algo familiar, algo en lo que trabajaba toda la familia y que se volvía cotidiano. Los seres humanos aprendemos a convivir con todo.

Una historia leonesa.

El caso de Maxi, de Sabero; Máximo Álvarez, que por cierto ha muerto en diciembre pasado. Maxi sobrevivió al accidente más grave de la minería leonesa, el de Casetas, 14 muertos por una explosión de grisú en 1954, y me interesó por eso y porque, junto con Isabel y una de sus hijas, eran los únicos habitantes que quedaban en ese pueblo: un ejemplo del despoblamiento de los lugares mineros y también de la convivencia con el peligro que han tenido siempre los mineros.

Una historia palentina.

De Palencia te voy a destacar a Fernando Cuevas, que viene de familia minera y trabaja en el Museo de la Minería de Barruelo. Es, como Roberto, el director del museo de Sabero, uno de esos depositarios de la memoria que tratan de preservarla.

Es muy bonita la parte del libro dedicada a Aragón en la que hablas de las barcazas en las que se llevaba el carbón Ebro abajo, aprovechando que ninguna de las minas estaba muy lejos del río, y que a veces usaban velas, si el viento era favorable, pero otras eran arrastrados desde la orilla por los sirgadores, llamados así por las sirgas con las que tiraban de las barcazas.

Los llaüts, sí. De esta cuenca, te voy a destacar a Jesús Moncada, el autor de Camí de sirga, pero no porque lo haya conocido, porque murió hace años, sino porque es el ejemplo de cómo la cultura guarda la memoria de lo que fuimos. En esa zona, Mequinenza y Fayón eran los lugares mineros fundamentales: en Mequinenza estaban las minas y en Fayón el ferrocarril, el lugar adonde se trasladaba todo el carbón, pero fueron destruidos para construir un embalse y reemplazados por pueblos nuevos que se construyeron con los mismos nombres a unos kilómetros de distancia. Fayón quedó sumergido y Mequinenza no, pero se minó para que la gente se fuera al pueblo nuevo. Y Jesús Moncada registra en esa novela la memoria de esos lugares desaparecidos. Los restos de la Mequinenza vieja pueden visitarse; el Ayuntamiento, de hecho, ha hecho unas audioguías. Y esa historia está muy marcada por lo que escribió Moncada, lo que demuestra la importancia de tener un escritor o escritora o artista que mantenga la memoria de los lugares y la transmita a las nuevas generaciones. En Palencia, pongo otro ejemplo parecido: el del pintor Ambrosio Ortega.

No recuerdo quién decía, para ilustrar justamente esto de cómo el arte se convierte en el prisma a través del cual miramos la realidad, es imposible visitar La Mancha sin acordarse del Quijote, ni mirar lo que uno ve con el prisma del Quijote.

Exacto. Pues tú vas a Mequinenza y Mequinenza es lo que escribió Jesús Moncada en Camí de sirga. Después, en Aragón también estaba Teruel, y ahí te destacaría los trabajos de la central de Andorra y a los hermanos Diego y Cheche López, que son una muestra de los últimos hijos del carbón. Uno trabajaba en la térmica y otro en las minas a cielo abierto, y ahora son gente joven que se ha quedado sin trabajo y que está dentro, o podría estarlo, de esta transición energética que ya veremos lo que trae. Hay planteamientos de parques eólicos, de convertir estas térmicas en centrales de hidrógeno y otra serie de cosas, pero no un plan de reindustrialización claro de la comarca de Andorra, y sí mucho paro. 

Otra de las cosas que transmites en tu libro, y lo aludíamos ya antes, es que, en muchos lugares, a la reconversión industrial siguió la reconversión de la reconversión industrial: nuevos negocios que quebraron después de que quebraran las minas, sumiendo a esas comarcas en una pesadumbre más honda todavía.

Pasó en Puertollano, y es la historia que te quería contar cuando me preguntaras por una historia de esta zona. Te iba a hablar de Juan Trujillo, que viene de familia minera y se incorporó al nuevo proyecto de placas solares. Aquello cerró y ahora vive en Jaén. Como él —que también es historiador, y ha escrito sobre la historia de esa zona— hay muchas personas jóvenes que no encuentran trabajo en la cuenca minera por más que quieran quedarse. Las minas cierran, los proyectos subsiguientes también y al final tienes que irte.

¿Qué destacarías de la zona del Berguedà, en Barcelona?

En Barcelona te daré el ejemplo de Rosa Serra Rotés, que es historiadora, una de las que más sabe de la cuenca del Berguedà. Fue directora del Museo de las Minas de Cercs y ha escrito muchísimos libros sobre esa zona. Ella representa algo importante, que es la capacidad de poner en valor el patrimonio industrial. En muchas zonas, ese patrimonio fue derribado o abandonado, y te encuentras casas ruinosas, castilletes oxidados… Ella fue de esas personas que apreció la importancia de la conservación de estas cosas y no sólo de eso, sino también de asociarlo a otras cosas, como el tema de los dinosaurios. En las inmediaciones de la mina de Fumanya, que es la situada a mayor altitud de España, a más de mil quinientos metros, en el Prepirineo, hay unas huellas de dinosaurio que uno puede ir a ver, y hay paquetes turísticos que combinan las dos cosas.

Hablas también de las áreas mineras andaluzas, Sevilla y Córdoba. ¿Qué destacas allá?

Te pongo el ejemplo de Carmen María Ruiz, que es otra historiadora que me contó una cosa curiosa: los primeros trabajadores en aquellas minas fueron esclavos, y allá, tal y como cuento en el libro, hay una plaquita que recuerda su trabajo. Es el único lugar de España que yo haya visto que recuerde el trabajo de los esclavos, cuando nuestro trato con la esclavitud fue enorme. Fuimos el país europeo en el que más duró la esclavitud. En Cuba, donde se usaban esclavos para cortar la caña de azúcar, creo que se abolió en 1866. Así que con Carmen descubrí que la historia minera se ligaba también a la de España. En cuanto a Córdoba, allá me encontré varias cosas curiosas, pero te destaco el cerco minerometalúrgico de Peñarroya-Pueblonuevo, que es increíble que esté como está. Es una zona increíble donde estaban todas las industrias asociadas al carbón: allí había naves de explotación, empresas de tejidos, de cinc, un montón de empresas. Y ahora es un lugar enorme que es una pura ruina, lleno de chimeneas. Parece un lugar bombardeado, Sarajevo, y es una muestra de que lo que no se valora se cae.

¿Y La Coruña? Me resultó curiosa esa historia: no sabía que hubo minas allá.

Te pongo el ejemplo de Xosé Bocixa, que es una muestra de lo que hablábamos antes; de cómo el tema agrario da paso a la minería, solo que en este caso, de golpe. En los años setenta, por la crisis del petróleo, el Estado decide sacar carbón y allá hay lignito pardo, que, aunque no es el mejor carbón para quemar, hace que toda una serie de aldeas de un valle sean arrasadas para crear una mina a cielo abierto. Esto ilustra el poder de las empresas y del Estado: Franco firmó en el Pazo de Meirás un decreto que acabó con una forma de vida tradicional. Los vecinos pelearon durante años para no ser desalojados, y Carmen, la madre de Xosé, que vivió en una de esas aldeas, cuando te lo cuenta se echa a llorar. Se habla de hacer un documental sobre esto. Yo estuve con quien lo quiere hacer allí y todavía hay gente que ha vivido en esas aldeas y recuerda. Es un poco como la gente que tiene sus pueblos debajo del pantano. Aquello desapareció, era un agujero y ahora es un lago. Las minas de Galicia, As Encrobas y As Pontes, son de las más bonitas, porque ahora mismo son lagos.